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“Me cae que no se nos va doña Rosy”. La batalla de Eri por salvar vidas de la Covid
Eri es enfermero. A su hija sólo la cargó el día que nació. Ha pasado dos meses sin ver a su familia y teme no volver a verla. En este camino conoció a doña Rosy, la mujer de 73 años que llegó peleando por su vida.
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EMEEQUIS.– Rosy, de 73 años, llegó al borde del colapso al Hospital General Regional No. 2 del IMSS. No podía respirar, así que la intubaron inmediatamente.
Cuando Eri Vázquez Jiménez, enfermero de 28 años, la vio, pensó que se parecía a su tía Lili: alta, llenita y con cabello teñido de color oro. “Yo creo que por eso me esforcé tanto en ayudarla”, dice.
Aquel día no pudo hablar con ella y preguntarle cómo se contagió de Covid, esa plática cotidiana que tiene con las pacientes que llegan al segundo piso del hospital ubicado en Calzada de las Bombas, al sur de la Ciudad de México. Está asignado al Ala A Sur, donde sólo ingresan mujeres.
Él, un joven enfermero que se graduó de la Escuela Nacional de Enfermería y Obstetricia de la UNAM y se especializó en geriatría –una de las especialidades menos solicitadas en su profesión– veía a Rosy, postrada en cama, sedada e inconsciente, mientras luchaba por su vida, y pensaba en su tía.
“Échale ganas, Rosy”, “no te rindas, Rosy”, le pedía mientras le cambiaba sábanas y ropa, al bañarla y aspirarle manualmente el exceso de flema y saliva que se atora en el tubo del ventilador y en los pulmones, una actividad esencial para con pacientes Covid. Así se le fueron los 15 días que Rosy estuvo pegada al ventilador que la mantenía con vida, mientras suplía la función de sus pulmones.
En ese periodo, a Rosy le llegó una carta de su familia, que los enfermeros le leyeron con cariño. Un compañero de Eri, que no soportó más que sus pacientes no pudieran tener contacto con sus familias, se propuso encontrar a algún familiar de cada una para que pudiera escribirles una carta.
“¿Ves, Rosy? Te están esperando en casa. No te rindas”.
Luego llegaron los días de descanso para Eri. Jueves y viernes, que usa para hablar con su familia virtualmente, hacer compras e intentar descansar. Para el sábado estaba de vuelta.
–Yo creo que doña Rosy se nos va a ir hoy –le dijo fríamente una compañera con la que se cruzó al iniciar el servicio.
–No manches ¿por qué? –cuestionó, alarmado.
Al ver los síntomas de Rosy en el monitor, Eri supo que algo no andaba bien.
“NO SE NOS VA DOÑA ROSY. ME CAE QUE NO SE NOS VA”
El ventilador estaba sonando. Rosy estaba agitada, con dificultad para respirar, pese a tener el apoyo de la máquina, como si estuviera en una lucha contra el ventilador. Recordar la escena hace llorar a Eri. Se le corta la voz en la entrevista por videollamada.
“Es que no ma, la verdad que ese día… ‘No se nos va doña Rosy. Me cae que no se nos va’, me acuerdo que pensé”.
Para aspirar a un paciente con Covid que está intubado, explica Eri, es necesario colocarse un equipo de protección personal extra, porque es el momento en el que se espera que haya mayor riesgo de contagio.
“Yo no la podía dejar ir. Me metí corriendo. No me coloqué nada más de equipo, entré con lo que tenía y comencé a aspirar”.
La aspiración es el método que las y los enfermeros realizan manualmente a los pacientes con Covid que dependen de un ventilador mecánico. Es, en palabras llanas, un tubo que entra por la tráquea y que llega hasta el pulmón, así la máquina logra respirar por el paciente.
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Un paciente intubado, al estar sedado, está imposibilitado a expulsar las flemas y la saliva que se acumula en los pulmones, por ello es esencial la aspiración. El personal médico, por medio del tubo del ventilador, ingresa una sonda hasta el pulmón y así sacan todas las secreciones que han quedado almacenadas.
“Cuando esto no se hace, las secreciones se van acumulando en el tubo hasta que hacen un tapón que impide que la paciente respire y si ese tapón se seca, se hace completamente duro y ya no lo puedes remover hasta que saques ese tubo y la vuelvas a intubar. Es difícil reintubar después”, explica.
Eri, al ver los síntomas de Rosy en el monitor, supo que esa respiración era síntoma de que no la habían aspirado en días. Así que comenzó a aspirarla y a hablarle: “Ya está bien, doña Rosy, ya está bien, tranquila”.
Doña Rosy salió adelante. Es el caso que más ha marcado a Eri desde ese 18 de abril, cuando llegó tembloroso al área Covid. Sólo cuatro defunciones en su turno, nueve altas: doña Rosy es su mayor orgullo.
“YO TE CONOZCO, CONOZCO TU VOZ”
Si Rosy conociera a Eri, vería que tiene la tez morena, nariz ancha y frente amplia, que sonríe con facilidad y que es una sonrisa que contagia, que le gusta peinarse con una raya del lado derecho y que su rostro no tiene miedo de expresar lo que siente. Vería que es sensible y que llora cuando algo le conmueve, como haberla conocido.
“Es mi mayor logro. Arriesgarme por ella valió la pena porque salió. La extubaron, está bien, habla bien. La verdad que fue impresionante”, dice entre lágrimas el joven enfermero.
Doña Rosy es de las pocas pacientes que se recuperan de una intubación. Un análisis de los registros epidemiológicos realizado por EMEEQUIS, muestra que, hasta el 18 de junio, se han registrado 4 mil 939 personas que requirieron intubación. Siete de cada 10 de ellas no sobrevivieron.
“Yo a ti te conozco. Yo conozco tu voz. Yo sé que tú estuviste conmigo desde el inicio”, le dijo cuando comenzó a recuperar la voz y a Eri se le escaparon las lágrimas.
Ahí supo que Rosy llegó al Hospital porque tiene una fonda que lleva su nombre: “Fonda Rosy”. Se contagió porque su negocio está frente a la Clínica 10 del IMSS y, pese a que la ciudad se fue cerrando a partir del primer caso de Covid en el país, ella siguió trabajando. Descubrió también que es de Michoacán y mal hablada, pero muy graciosa y amable.
Antes de irse de alta, el martes 9 de junio, le dijo: “Quiero que llegues un día (a la fonda), quiero que vayas, que vayan todos ustedes, de verdad, estoy muy agradecida. Pero no me digan su nombre, yo sé qué quienes son con la pura voz, con ver sus ojos”.
Y es que –reflexiona Eri– “no nos conocen realmente, nada más nos ven los ojos”.
“Ella es mi logro. En dos días que no estuve nadie tuvo la delicadeza de cuidarla o de cuidarla bien, no lo sé. Pero ese sábado que llegué y me dijeron que se nos iba Doña Rosy dije no, no se nos va”.
El equipo que Eri usa habitualmente en su turno de ocho horas.
EL ENFERMERO DEL AMOR
A Eri le gusta cantar y canta sin pena y a todo pulmón cuando llega a trabajar. Música en inglés o en español; banda, rock, metal y reguetón. A veces también baila para relajarse. Electrónica, tribal: lo que salga en la playlist.
“Así tratamos de olvidarnos de la carga de trabajo, nos ayudamos y ayudamos a los pacientes. Sólo así aguantamos ocho horas ahí”, cuenta.
“¡Ya llegó el enfermero del amor! Ese que nos alegra porque ya está cantando”, le reciben las pacientes de Covid en el hospital. “¿Nunca se enoja?”, le preguntan. Eri se ríe y dice que sí, que como todos, se enoja cuando algo le parece injusto.
Y entre las cosas que le hacen enojar y que se notan en ese rostro expresivo, es cuando habla de la vulnerabilidad que sufren él y sus compañeros.
“Al principio se anunció el bono Covid, se habló de apoyos a nosotros, mil pesos más a nuestros sueldos por arriesgar la vida, una vida que parece no importar, porque no nos monitorean para saber si seguimos sanos”.
En casi tres meses, en el hospital en el que trabaja desde 2017 no les han hecho pruebas para monitorear si son portadores del virus SARS-CoV-2. Tampoco permiten que se les hagan radiografías, otro método –más barato, según Eri– que podría ayudar a detectar si hay alguna anomalía.
“Si tu bajas al Servicios de Prevención y Promoción de la Salud para Trabajadores del Instituto Mexicano del Seguro Social (SPPSTIMSS), verás que está cerrado, porque la doctora que atendía al personal se contagió, la enfermera que la apoyaba dio positiva y la asistente médica también. En epidemiología te mandan al triage respiratorio, como cualquier otro paciente, te toman la temperatura y te valoran. Ya hemos tenido compañeros que han bajado y terminan internados”.
Dos días antes de la entrevista, el 15 de junio, un par de sus compañeras llegaron con síntomas de Covid. Una con fiebre y con tos, la otra con dolor de pecho y de cabeza. Eri denuncia que, además de no darles el equipo de protección adecuado, tampoco les quieren hacer pruebas. De su servicio, un equipo de ocho personas, hay cinco contagiadas. “Se nos están muriendo también los compañeros”.
“Sí hemos estado muy desprotegidos por el IMSS y no nos han apoyado en la cuestión de estarnos vigilando, de saber que estamos bien. Porque esto es así: ahorita estoy hablando contigo, pero quizá mañana ya esté muy mal; los cambios de salud son muy rápidos, puedes pasar de estar bien a estar intubado. No hemos tenido el apoyo de las autoridades federales ni del sindicato. Se han olvidado de nosotros completamente”.
En su frente lleva la prueba de que el equipo otorgado no ha sido el adecuado. A través de la pantalla se le nota una cicatriz horizontal que va de ceja a ceja. Surgió los primeros días portando los goggles que le dio el Instituto. Son para un máximo de cuatro horas y por el uso prolongado terminaron por cortarle la frente hasta sangrar.
“Al principio los kits que nos dieron, no sé cómo decirlo… eran kits baratos o de mala calidad. Las batas quirúrgicas eran casi transparentes, aunque deben de ser permeables, te mojabas. Los cubrebocas deben ser N99, aunque está aprobado que se usen los N95 siempre y cuando estén certificados, pero nos dieron unos de China sin certificación”.
EL NÚMERO 18
Regina llegó al mundo el 18 de marzo de 2020. Una pequeña de la recién nombrada generación pandemial: bebés que están naciendo en medio de la última emergencia sanitaria que ha azotado al mundo.
Su padre, un enfermero especializado en geriatría, la cargó aquel miércoles. Miró su rostro, tocó sus manos y la amó al momento de verla por primera vez. Es su segunda hija, cuatro años antes había llegado Gael.
Eri estaba de vacaciones para acompañar a Analí, su esposa, en el proceso de parto y poder así pasar unos días más con su familia, antes de volver a la rutina del hospital que estaba enfocado en pacientes de traumatología y ortopedia, sin saber que formaría parte del equipo de los 187 hospitales que el Instituto de Zoé Robledo destinaría para atender a pacientes con Covid-19 en el país.
Ya había escuchado sobre el coronavirus, pero lo había tomado a la ligera, lo mismo en su lugar de trabajo. “No nos preocupamos ni por ver medidas de seguridad ni de irnos preparando para esta situación, ni operativamente, ni administrativamente. Fue mucho tiempo perdido”.
Por eso, cuando volvió de vacaciones, se asustó al ver que hasta ahí, un día después de arrancada la Jornada Nacional de Sana Distancia, ya se empezaban a recibir pacientes sospechosos con Covid y tuvieron que improvisar un área específica para eso.
“Esa noche, cuando regresé a casa, ya no entré. Me empecé a quedar en un cuarto aparte, fuera de la casa, ya no tuve contacto con mi esposa ni con mi hija porque mi esposa era paciente con alto riesgo, por la lactancia que daba en ese momento”.
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Aún no estaba asignado al área Covid, pero no se sentía seguro. Por eso, instauró un sistema de seguridad para su familia: llegaba a casa a las 11 de la noche, tras un trayecto de hora y media a su domicilio; le esperaba una cubeta con agua, en la que al cruzar el zaguán recibía el uniforme de enfermero que traía puesto. Avanzaba casi desnudo por un pequeño pasillo que da a un baño exterior y se metía a bañar, se ponía un pants y unas sandalias. Miraba a su esposa y a sus hijos sólo por la ventana.
“Yo ya me sentía sucio, me sentía fuente de contagio, no me daba confianza llegar a mi casa nuevamente”.
Le pasaban el desayuno en platos desechables antes de las doce del día, cuando salía para llegar a trabajar a las dos. Por las noches, un vaso de leche o café. Así hasta el fatídico 18 de abril, el cumpleaños de un mes de su pequeña hija, recién nacida, en la que lo asignaron al área Covid.
NO VOLVER A CASA
“El 17 fue la última noche que crucé la puerta de mi casa”. Sin saberlo ese día también fue el último que vio de cerca a su familia. El 18, al llegar a su trabajo, le dijeron: “Te vas al segundo sur A”.
Esa área había abierto sólo con 15 enfermeros, junto con el área B sumaban 70 camas, pero sabía que inevitablemente iban a sumar más personal para atender la demanda de la pandemia. Sintió miedo, preocupación, pero no había nada que hacer más que asumir la orden y la responsabilidad que trae consigo.
Le molestaba el equipo de protección. Nunca antes lo había usado. Bata, gorro, goggles, guantes, careta. Sintió la presión de los goggles en la parte de atrás de la cabeza, le punzaba la parte de atrás de las orejas, justo por donde se sostiene el cubrebocas. Intolerable.
Los nervios le hicieron sudar y aún sintiendo las gotas escurriendo por sus ojos, no podía limpiarse. Los goggles se le empañaron; tampoco podía aclararlos. Tocarse la cara en un área contaminada por Covid es como cometer un crimen.
Le temblaban las manos, le daba miedo tocar a los pacientes. Uno de ellos se arrancó el suero y la sangre comenzó a escurrir. Sintió pánico, pero lo limpió y volvió a canalizarlo. “Es mucha ansiedad”.
Como el virus contra el que lucha, que tarda en incubar entre 10 y 15 días, él tardó en vencer el miedo ese mismo tiempo, acoplarse a la nueva normalidad hospitalaria.
Así aprendió que son los pacientes conscientes los que deciden si son o no intubados. Como la que al llegar se negó a la intubación, pero que con el paso de los días y al ver evolucionar la enfermedad negativamente, pidió que la intubaran, pero ya no había ventiladores. “Ya no puedes desconectar a uno para conectar a otro y tristemente la paciente falleció, no hubo de donde sacar un ventilador”.
Si hace cuentas, en su servicio tienen entre 10 y 15 ventiladores, son 40 en todo el hospital. Ahorita todos están llenos, si un paciente requiriera uno, no habría.
La ocupación de camas con ventilador, según el último corte a nivel nacional del 17 de junio, es del 39%. En total hay 8 mil 464. En el IMSS, de acuerdo con una tarjeta informativa del 12 de junio, sólo hay 3 mil 892 ventiladores disponibles.
“Me sorprenden esas cifras. Me gustaría saber en qué hospital realmente ha bajado así la ocupación de camas de pacientes Covid. Tengo compañeros, amigos, de la 47, de Troncoso, de la clínica 30, de la 32, de la clínica 7 y en ninguno de estos espacios ha bajado la capacidad”.
EL ANHELO
“Le mandamos un saludo muy cariñoso a Eri Vázquez que trabaja en el Hospital General 2 del IMSS, enfermero, uno de los que está atendiendo el Covid. Le agradecemos muchísimo su vocación, a toda su familia. Gracias a toda la gente, personal médico que labora en esta situación que está muy difícil. Les agradecemos mucho…”, dice la vocalista del grupo Rey Flanders en la transmisión de su concierto en línea del 8 de junio.
Eri lo escuchó regresando de su turno de trabajo. Su hermana Berenice había escrito al grupo, que se presentaría en un encuentro virtual, para enviarle un mensaje de cariño a su hermano. Días después su esposa escribió la historia del anhelo para concursar por un viaje a la Riviera maya, su anhelo es Eri, el enfermero que desde el 24 de abril no vuelve a casa.
“Sentí muy bonito, son las cosas que nos hacen resistir en medio del caos”.
El anhelo de Eri es también regresar con Analí, volver a ver a Gael y abrazar, por segunda vez en su corta vida, a su hija Regina.
“Espero con ansias el día en que veamos salir al último paciente del hospital. Esperar un poco y darnos cuenta de que no volverá ninguno más”.
Ese día irá a su casa –dice entre lágrimas–, ese día va a cargar a su hija, a quien no conoce realmente, a quien no carga desde sus primeros días de nacida. Ese día abrazará a su hijo, que pregunta por qué papá no se baja del coche cuando se escapa a verlos, que es nada más mirarlos desde lejos, a través del vidrio del auto.
“¿Por qué no te bajas a jugar? ¿Por qué no jugamos con los carritos? ¿Por qué no me cargas en tu cabeza? ¿Por qué no te quedas a dormir? ¿A dónde vas? ¿Por qué te vas?”, le cuestiona.
El día que se acabe el virus, les va a llenar de abrazos y de besos, porque más que no dormir en casa, más que no volver después de una extenuante jornada, lo que más le duele es eso. Aunque no es lo único.
Le duele también ver que la gente sale de sus casas, aunque podrían quedarse en ellas y así ayudarles desde ahí a él, a su equipo, al resto del personal médico, a luchar contra la Covid. “Ojalá pudiera yo hacer mi trabajo desde casa…”.
@AleCrail