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“No puedo llevarles el bicho a casa”. Mayra se fue a la guerra contra el Covid
Mayra duerme poco, Mayra está lejos de su familia, Mayra carga con las últimas palabras de los enfermos de Covid. Como ella, miles de enfermeras y enfermeros pelean en la primera línea contra la pandemia
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EMEEQUIS.– Cuando empezó todo sólo había miedo. Les agarró por sorpresa porque el Hospital General de Zona 32 del IMSS, en Villa Coapa, donde Mayra Camacho trabaja como enfermera, no estaba preparado para algo así.
Empezaron a llegar casos. Uno, dos, tres, cinco personas contagiadas de Covid-19 en un mismo día, un aumento constante en las cifras –a estas alturas ya no los cuenta–. Luego, vinieron los contagios, pero no del exterior, sino de compañeros, de aquellas y aquellos que visten batas, goggles y cubrebocas todo el tiempo.
Después, los muertos. Algunos también eran compañeros.
Mayra Camacho tiene 28 años y la primera vez que escuchó sobre el coronavirus fue en un noticiero, acompañada de sus hijas. “Veía a las enfermeras con todo lo que traían puesto y me preguntaba si a mí me tocaría estar también de ese lado”. Sintió por primera vez una especie de zumbido en su interior, esa alerta ante un riesgo que se desconoce y que indica que algo está por venir.
Pero el miedo desbordado, ese que se escapa por los oídos, por las fosas nasales y por cada uno de los poros, llegó en un día laboral lleno de contagios y muerte. Entonces pensó: “No puedo exponer a mi mamá, a mis hijas; no puedo llevarles el bicho a casa”.
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Un cubrebocas mal puesto, usar material de mala calidad, un mal movimiento… “Cualquier descuido puede terminar en un contagio”, cuenta en videollamada. Entonces decidió no volver a casa. Buscó un hotel cerca de su trabajo y desde el jueves 7 de mayo no ha vuelto a su hogar. Ese día entró al área Covid.
“Yo no sé si voy a regresar bien, sana. Estar dentro de un hospital y ver todos los días tanta gente morir, tanta gente que dice que no saben si van a regresar a casa, que hablan de las cosas que aún tienen pendientes y que a la media hora se mueren… Es muy frustrante, por eso estoy en el hotel donde estoy”.
El último corte de la Secretaría de Salud del 16 de junio señala que hay 32 mil 388 casos acumulados de trabajadores del sector salud contagiados, lo que equivale al 21% de los casos totales documentados en México. El 41% corresponde a enfermeras o enfermeros.
El material de baja calidad, dice Mayra, ha sido clave. “Nos hemos tenido que armar nosotros mismos”. Mil pesos por cada overol que le cubre el cuerpo completo: compró cuatro. Careta, goggles, guantes de látex de buena calidad para evitar la alergia que le causan los que le dan en el hospital. “Preferí invertir a terminar contagiada por confiar”.
CARMELITA
El Hospital 32 del IMSS había estado cerrado desde 2017, en espera de una restauración de los daños que el sismo de septiembre de aquel año había dejado en su estructura. Mayra trabajaba antes del sismo ahí y, desde entonces, deseaba volver, aunque no esperaba que fuera así, en medio de una pandemia.
“Nos empiezan a decir que todos los que pertenecíamos al Hospital 32 íbamos a empezar a recibir a pacientes Covid. Cuando todo se empezó a salir del control nos regresaron al 32, lo acondicionaron para recibir puro Covid, sin excepción, nada de trauma, nada de nada”.
Urgencias. Primer piso. Segundo y tercero. Cuarto para recuperación. Todas las áreas en ese viejo hospital, hoy son Covid. Así, Mayra terminó como parte de los equipos integrados por médicos, enfermeras generales y auxiliares que anunció el doctor Gildardo Normando Cano Manzano, director del HGZ No. 32 en abril pasado.
“Cuando entras, ya no puedes salir. Nos reparten pacientes. Abro mis hojas de enfermería, paso medicamentos. Me gusta platicar con ellos. Hay quienes dicen que es mejor no involucrarse porque duele menos cuando mueren. Yo no puedo”.
Así conoció a Carmelita. Una de sus pacientes inolvidables. De 86 años, un roble. Llegó deteriorada, pero se negó a la intubación y resistió sólo con oxígeno en grandes cantidades, no más. Mayra siguió todo su proceso, le acompañó hasta que le dieron el alta.
Se cruzaron sus días de descanso y pensó que, al volver, Carmelita ya no estaría. Se equivocó. Carmelita seguía, pero su semblante era distinto. Estaba encorvada en la cama, tristísima. No miraba a nadie, veía al piso.
“Me acerqué y le puse una mano en la espalda. Se soltó a llorar, pero a llorar deveras, lloraba tanto y tanto que yo también quería llorar”.
–¿Por qué, Carmelita? ¿Qué pasa? –le decía.
–Estos días que descansaste me dieron el alta, desde hace dos días –le contestó.
–Pero eso es una buena noticia, ¿qué pasó?
–Mi familia no quiere venir por mí.
Mayra frunce el ceño. Y se le nublan los ojos. “¡O sea salió! ¡Salió del Covid! No tuvo secuelas y aún así su familia la abandonó”.
El personal médico se comunicó con los hijos de Carmelita, pero dijeron que no se harían responsables. Tuvieron que llamar al DIF porque más tiempo en el hospital podía significar un nuevo contagio.
“Nunca fueron por ella. Se fue Carmelita, de las pocas que se recuperan a su edad, que salen caminando, que salen como si nada, sólo que se fue cargando la preocupación, la tristeza. Todo eso a su familia no le importó”.
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MAYRA
“Pienso que no duermo porque me faltan mis hijas, mi cama, mi perrito”.
Mayra se levanta tarde porque le cuesta trabajo dormir. Se siente cansada, siente el sueño, pero no puede cerrar los ojos. El reloj va dando las tres de la mañana cuando, por fin, cae dormida.
Despierta como a eso de las 11, siempre con dolor de mandíbula. Es el estrés, dice, que hace que apriete los dientes cuando por fin logra conciliar el sueño.
Nunca antes había tenido este problema. Con facilidad, recuerda, caía dormida en cualquier lugar: en el transporte público de regreso a casa, en el sillón donde ve series con sus hijas, en su cama.
“Me falta el calor de Karen, sus bracitos gorditos, su cuerpecito tibio y pequeño pegado al mío. Pienso que no duermo porque me faltan mis hijas, mi cama, mi perrito”.
La pérdida de sueño está, quizá, también en las historias que lleva cargando. Como aquella de Lupita, el orgullo del piso. La única paciente que ella ha visto que ha sobrevivido a una intubación y que ahora está en recuperación. “La esperanza, la posibilidad de decir que alguien lo logró”.
O la otra, esa del día en que por casualidad llevaba consigo su celular y se encontró a una paciente de la tercera edad llorando en su cama, extrañaba a su familia. Mayra le preguntó si sabía el teléfono de su casa y lo marcó desde su teléfono.
“En el siguiente turno falleció. Pienso que sólo estaba esperando para hablar con su familia”.
Fue el único contacto que tuvo con su hija, con su nieta y otros familiares que estaban ahí. La falta de personal de trabajo social, los contagios en áreas administrativas, han impedido que los familiares puedan tener contacto con el exterior. Si logran comunicarse es porque el personal médico les ayuda por iniciativa propia.
CARLOS
Carlos murió hace nueve años de un infarto fulminante. Dejó a una hija que siempre quiso que se convirtiera en enfermera, bromeaba al pedirle que estudiara eso para que, cuando él llegara a viejo, le cuidara.
A Mayra le marcó su muerte y fue por mero destino que cumplió el deseo de su padre. Se hizo enfermera por una idea que le llegó tras esa pérdida, la idea de que si en esa época hubiera sabido lo que hoy sabe, quizá hubiera salvado la vida de su padre.
“Había muchas cosas que nos gritaban que él estaba en un proceso de infarto pero que nosotros desconocíamos. No nos dimos cuenta”.
A los 15 años se juntó con el papá de sus hijas y se embarazó aún siendo una niña. Con los años y con el impulso de su familia, pensó entonces que “hacía algo o toda mi vida iba a batallar, a sufrir económicamente”. Estudiar, estudiar y estudiar. No había de otra.
Pese a tener una pareja, Mayra aprendió a la mala que eran ella y sus hijas, no más.
Durante cuatro años su rutina fue despertarse a las cuatro de la mañana, hacer el lunch de las niñas y salir corriendo desde su casa en San Antonio Tecómitl, alcaldía Milpa Alta, para ir a hacer sus prácticas a diversos hospitales de la ciudad y de ahí correr a clases. Su día terminaba cuando llegaba a casa a la media noche.
Se graduó y Mayra es hoy una de las enfermeras que, dice, cuida a otros que son como su papá. Y dice que sí, que todo el esfuerzo que ha hecho y el sacrificio que hoy hace en el área Covid, vale la pena.
En total hay 144 mil 784 enfermeras generales y 36 mil 602 enfermeras especialistas registradas en la Secretaría de Salud, según los datos estimados a 2018 en el Sistema Nacional de Información en Salud.
GERARDO
–Estoy muy nervioso, tengo miedo, Mayra, ¿crees que salga de esto? –le decía Gerardo a la enfermera que lo había recibido en el hospital 100% Covid de Villa Coapa–. Era un nuevo ingreso.
–Sí, Gerardo, vas a ver que sí vas a salir, échale ganas, están bien tus parámetros –le respondió la enfermera que se esfuerza por alentar a sus pacientes y que trae su nombre en una cinta pegada al pecho para que sus pacientes puedan reconocerla.
–Es que estoy preocupado porque no me quiero morir, hay muchas cosas que me faltaron por vivir, dejé muchas cosas inconclusas. Mi familia. Mis hijos dependen de mí. Mi esposa, ¿qué va a hacer si me pasa algo?
Mayra tranquilizó a Gerardo y se ocupó con otro paciente. El doctor en turno se le acercó y le pidió todo lo necesario para intubar a Gerardo. Mayra se sorprendió.
“Pero si está bien, doctor. Tiene bien la saturación”. Pero el doctor le explicó que los parámetros en las gasometrías –una técnica para medir la respiración que determina el pH, las presiones arteriales de oxígeno y dióxido de carbono y la concentración de bicarbonato– estaban muy abajo. “No va a aguantar si lo dejamos así”, sentenció.
“Gerardo, te van a tener que intubar”, le explicó Mayra. Y él se puso a llorar y ella con él. “Son sólo unos días, échale ganas”, le dijo.
Lo sedaron y empezaron a intubarlo, pero no aguantó. “No duró ni horas. Ni horas duró con el tubo”.
“Te vas quedando con todo eso. ¿Hacer caso omiso a todo eso? ¡Están enfermos! ¡No hablan con su familia, están encerrados! Mucha gente que está ahí se queda con esa angustia de volver a hablar con su familia, se mueren solos. A veces llegas un día, quieres ir a saludar a alguien y ya no está o ya está con tubo. Es muy feo”.
“Para la mejor mamá”.
LAS MADRES
Mayra dice que el día con mayor defunciones duplicaron el promedio, tuvieron 20. Recuerda el estrés en las salas. Los médicos apurándoles a terminar con un paciente para pasar con otro que ya se ponía mal y al mismo tiempo escuchar gritos lejanos pidiendo más apoyo. “Médicos, enfermeras, todos salíamos llorando”.
El punto máximo vino después del 10 de mayo, el Día de las Madres que muchos decidieron festejar. Poco a poco fueron subiendo los casos graves y no se daban abasto.
“No había suficiente material para tratar a todos al mismo tiempo. Si necesitaban intubar a dos pacientes al mismo tiempo, era imposible y uno moría. Era decidir con cuál te ibas. Era imposible estar con los dos”.
Mayra dice que odiaba todo el material de protección. El dolor de cabeza provocado por la careta apretándole el cráneo. El sudor. La deshidratación. “Salías de trabajar y sentías literal que el equipo te había chupado la energía. Terminábamos pálidos, desguanzados”.
Ahora los pacientes han disminuido. Han logrado tener cuatro o cinco camas libres por piso. Ya no es tan demandante como antes. Pero la nueva normalidad, dice, les tiene alerta. “Esperamos un nuevo pico en 15 días”.
LETICIA
–Me tengo que buscar algún hotel de los que están como apoyo de gobierno para no exponerte a ti y a las niñas –le dijo Mayra a su mamá una noche volviendo del trabajo. Había sentido ya el miedo escurrírsele por el cuerpo, se había enterado de muchos contagios de compañeros.
–¡Pero cómo! ¡Cómo te vas a ir, hija! ¿Qué vas a hacer? ¿Qué vas a comer? –le dijo con la voz entrecortada.
Leticia, una mamá joven –tiene 44 años– que da amor a través de la comida, comida que Mayra goza y que anhela. “Extraño la comida de mi mamá”. Unas enchiladas de mole, carne de puerco en mole verde, las tortillas. Cuando todo termine eso quiere comer.
Y lo piensa, lo piensa todos los días cuando desayuna. Porque no es igual. No hay comparación, dice, entre desayunar un café y un atún enlatado o un huarache de la fondita que ofrece servicios vía WhatsApp. Así se le van las mañanas, entre café, atunes y huaraches.
No es vida, dice. “No es vida para alguien como yo que ama comer”.
KARLA Y KAREN
Esta carta está colgada en el nuevo hogar de Mayra.
Tres letras para homenajear al abuelo Carlos, que quiso que mamá fuera enfermera. Karla (13 años) y Karen (10) se llaman así porque Mayra quería que los nombres de sus hijas trajeran consigo algo de su padre. Son su orgullo y su motor; también su anhelo.
Las dejó un jueves hechas lágrimas en la puerta de su casa. Le habían ayudado a hacer la maleta, una maleta ligera con apenas unos uniformes y cuatro pares de zapatos. Ahí las niñas metieron unas estampitas de santos para cuidar a mamá, también un par de cartas.
Mayra llegó a su nuevo hogar. Un cuarto de hotel donde apenas hay una cama, un televisor y un baño. Lo básico. En una de las paredes hay dos cartas colgadas. “TE AMO MAMÁ”, así en mayúsculas, que dan la bienvenida a un jardín, un árbol verde y frondoso y a una pequeña tomando de la mano a su madre.
Luego otra carta: “Hola mamá, eres la persona más buena y linda del mundo. Vamos a estar siempre juntas”.
Lo que quiere Mayra terminando es eso: estar siempre juntas. Agarrar una bicicleta junto con sus hijas e ir a pasear a los ejidos del pueblo cercano, a San Juan Ixtayopan, y rodar y rodar entre árboles y verdor; o ver una serie, o jugar con el perrito. Estar juntas. “Son mi motivación más grande”.
Para que su sueño se haga realidad, esto tiene que parar. “Lo único que quiero es estar con ellas, por eso lo único que pido es que si la gente no tiene para qué salir, que no lo hagan. Esto es real. Quédense en casa para que yo pueda volver a la mía”.
@AleCrail