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La victoria del Zeta 9
ENRIQUE SERNA escribe sobre Hijo de la guerra, de Ricardo Raphael: “El fruto de esa investigación es una apasionante crónica del inframundo que por momentos parece inaugurar la vertiente macabra del realismo mágico”.
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Desmontar y exhibir las mentiras oficiales que distorsionan la memoria colectiva es el mejor acicate para hacer periodismo de investigación, pero el afán de llenar lagunas informativas puede ser también el motor de la curiosidad novelesca. En un país ayuno de verdades, el periodismo y la novela realizan funciones complementarias, de modo que a últimas fechas los intercambios de papeles entre ambas disciplinas se han vuelto frecuentes. Los cruces de géneros benefician, en primer lugar, a los lectores de novelas políticas, pues la destreza narrativa no es un atributo exclusivo de los escritores de ficción: los buenos cronistas también la poseen y Ricardo Raphael había mostrado esa virtud desde su libro anterior, Mirreynato, un retrato mordaz de los hijos de papi engreídos hasta la náusea, en el que ya rondaba la novela satírica. Sólo le faltaba entrar en el alma de sus personajes y ha cruzado el Rubicón en Hijo de la guerra, un reportaje donde se toma licencias de narrador omnisciente para contar, desde la posición de un insider, los orígenes del apocalipsis delictivo que estalló en Tamaulipas a finales del siglo XX y luego se propagó a otras regiones, cuando los zetas desbancaron al Cartel del Golfo.
Ricardo Raphael no infringió por capricho los cánones de la objetividad periodística: tuvo que hacerlo para escudriñar la compleja y escurridiza personalidad de su protagonista, el ex militar Galdino Mellado Cruz, alias el zeta 9, que entró en contacto con él cuando purgaba un delito menor en la cárcel de Chiconautla y ahora está en libertad gracias a la venalidad de la jueza que aceptó procesarlo con un nombre falso. Tal vez la empatía culposa que Raphael confiesa haber establecido con Galdino lo incitó a hurgar entre los escombros de su conciencia, tarea que más de una vez lo puso entre la espada y la pared, o como diría el criminal confeso, “entre el perro y el poste”, porque el zeta 9 ignoraba o fingía ignorar los límites entre el convenio informativo y la asociación delictuosa. Con una rara combinación de olfato literario y detectivesco, Raphael distinguió los testimonios fidedignos de las patrañas, obtuvo información sin dejarse utilizar por su informante, averiguó sus antecedentes familiares a riesgo de padecer represalias y escuchó el relato de infinitas atrocidades sin emitir juicios condenatorios. El fruto de esa investigación es una apasionante crónica del inframundo que por momentos parece inaugurar la vertiente macabra del realismo mágico. Si los indolentes con mentalidad de avestruz prefieren apartar la vista del espejo que Raphael nos ha puesto en la cara, peor para ellos: tarde o temprano les llegará la lumbre a los aparejos.
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Uno de los mitos derrumbados por Hijo de la guerra es la idea de que los capos del narco piensan con la cabeza fría. El testimonio de Galdino indica lo contrario: los zetas de alto rango no sobreactuaban su crueldad para imponerse por medio del terror: su patología era auténtica y se acabaron desbarrancando en ella como Nerón, Calígula o Hitler. La locura del Guasón es un juego de niños comparada con la psicosis de Heriberto Lazcano Lazcano, líder de los zetas entre 2002 y 2012, que se comía a sus enemigos fritos en aceite o los incineraba dentro de tambos de basura y luego se fumaba sus cenizas espolvoreadas con marihuana y coca, en acción de gracias a Oggún, el dios guerrero de la santería cubana. “Mata, Dios perdona, no hay amigos ni familia ni amor”, repetían como un mantra los acólitos de Lazcano, antes de salir a “levantar” gente por las calles. Comparsa en esos rituales, el Z9 no sólo vivió para contarlos: el sistema de justicia más abyecto del mundo le dio la victoria dejándolo en libertad. En la presentación del libro, la semana pasada, Ricardo Rapahel culpó a Tomás Zerón (el mismo funcionario que empantanó la investigación de la tragedia de Iguala) de haber dado por muerto a Galdino para ufanarse de un supuesto éxito judicial.
Es una cruel paradoja que el erario público haya sufragado en los años 90 el costoso entrenamiento de Galdino Mellado y sus compañeros de armas en el fuerte Hood, un inmenso campo militar del tamaño de una república bananera, donde los instructores yanquis les borraron hasta el último residuo de compasión. En aquel tiempo, cuando la línea divisoria entre el ejército y el hampa ya era bastante difusa, se gestó la pesadilla que más tarde culminaría con el suicidio del Estado. Una caterva de psicópatas megalómanos conquistó varias provincias y sojuzgó durante una década a millones de mexicanos, ante la complacencia de una autoridad acobardada o cómplice.
Responso por las víctimas de la tragedia y primer intento serio por auscultar el alma de sus verdugos, la obra de Ricardo Rapahel nos previene contra los riesgos de tolerar la expansión del caos.