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La gerontocracia del cine
EL BISTURÍ DE ENRIQUE SERNA: “Con tal de tener figurones en los créditos de sus series o películas, las compañías productoras sacrifican la verosimilitud, confiados, quizá, en la solidaridad del espectador otoñal con sus ídolos de antaño”.
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El reto de envejecer con dignidad es más difícil para las estrellas de cine que para el resto de los mortales, sobre todo cuando un libreto les exige rejuvenecer medio siglo, sin el auxilio de un Mefistófeles dispuesto a comprarles el alma. Gracias a la nueva tecnología cibernética, existen ya refinadas técnicas de transfiguración que pueden metamorfosear a un actor veterano cuando interpreta a un personaje de menor edad, pero son demasiado costosas y todavía no hay programas de computadora que imiten con eficacia la gesticulación de los buenos actores. Tal vez por eso los cineastas prefieren usar tintes de cabello o trucos de maquillaje para quitarles unas décadas de encima. Envejecer a un actor joven es relativamente fácil. La temeridad de rejuvenecer a un viejo, en cambio, puede marcar la diferencia entre un papel consagratorio y un papelón grotesco.
Acabamos de constatarlo en El irlandés, la película de Martin Scorsese recién estrenada en Netflix, que los publicistas y los villamelones del séptimo arte aclamaron con altavoces. En la primera escena, Robert de Niro, de pelo blanco y tez hojaldrada, evoca en un asilo de ancianos los avatares de su carrera delictiva en un sindicato gansteril muy semejante al de PEMEX. La acción retrocede cincuenta años para mostrarnos su bautizo de fuego en la mafia sindical. En esa época De Niro tenía treinta años, pero ni el maquillaje ni el just for men pueden ocultar su prematura decrepitud. Para colmo, desempeña rudas tareas de golpeador y pistolero incompatibles con su flácida musculatura de octogenario. En ese largo flashback, los personajes interpretados por Al Pacino y Joe Pesci tienen más o menos la misma edad que De Niro, pero la cámara los muestra igualmente averiados por el padre Cronos. Contribuyen a resaltar el triple miscast los actores de reparto, ellos sí treintones o cuarentones auténticos. Stephen Graham, por ejemplo, interpreta a un lidercillo ambicioso que se lía a golpes con Al Pacino en el comedor de un reclusorio. Se supone que Scorsese nos quiere mostrar una pelea entre contemporáneos, pero el espectador ve la abusiva agresión de un treintañero a un venerable anciano.
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En vez de contratar a actores que interpretaran a los protagonistas en sus años mozos, como Francis Ford Coppola en El padrino, Scorsese optó por hojalatear a los viejos. El hecho de tener la misma edad que De Niro y Pacino seguramente lo predispuso en su favor. Quizá exista un sector del público al que no le importen los evidentes anacronismos visuales con tal de disfrutar las actuaciones de ambos. Los aficionados a la ópera también disculpan las arrugas o la panza de una soprano avejentada cuando hace papeles de muchacha. Pero en el cine la imagen manda y no se puede contar una historia a contrapelo de lo que muestra la cámara. Pese a mis intentos por suspender la incredulidad, nunca me pude creer que tres carcamales con el pelo teñido estuvieran envueltos en riñas y balaceras.
Algo parecido me sucedió con la teleserie Catalina la Grande, protagonizada por Helen Mirren en el papel de la emperatriz rusa. La historia comienza con el ascenso al trono de Catalina, que según Wikipedia ocurrió en 1762, cuando ella tenía 33 años. Pero la Mirren ya cumplió 74 abriles y el maquillaje no hace milagros. ¿Quién puede creer que el apuesto mariscal Potemkin se enamore de semejante avestruz? Una emperatriz de su edad sólo puede aspirar a los favores sexuales de los sufridos pajes que accedan a complacerla bajo amenaza de fusilamiento. El libreto de la serie pretende, sin embargo, que Potemkin la desea con lujuria. Sus escenas de sexo en la alcoba real, con la cámara a prudente distancia para no mostrar el cuerpo de la emperatriz, delatan las dificultades del director para darnos gato por liebre. ¿De qué sirve la esmerada reconstrucción de época si la actriz estelar lo falsea todo con su fáustica pretensión de tener cuarenta años menos?
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Casualmente, la Mirren es coproductora de la serie, aunque seguramente no la financió. También De Niro y Pacino son productores ejecutivos de El irlandés, de modo que los tres parecen haber formado una gerontocracia que le cierra el paso a los jóvenes. Con tal de tener figurones en los créditos de sus series o películas, las compañías productoras sacrifican la verosimilitud, confiados, quizá, en la solidaridad del espectador otoñal con sus ídolos de antaño. Ojalá el público sancionara estas prevaricaciones con el fracaso. El culto a la juventud tiende a jubilar a los viejos actores antes de tiempo. Es lamentable que los decanos del oficio no encuentren papeles adecuados para su edad, pero esa injusticia no se remedia cometiendo otra: la de arrebatar a los actores jóvenes o maduros los papeles que se merecen por derecho propio.