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El tiempo no vale nada
EL BISTURÍ DE ENRIQUE SERNA: “Infinidad de chilangos y mexiquenses tardan dos horas en llegar a la oficina o a la fábrica y otras dos en volver a casa porque así lo decretaron los encargados de regentear el crecimiento urbano”
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La Ciudad de México pasó de la modernidad al caos sin hacer escala en la civilización. Nadie sabe a ciencia cierta cuántas horas perderá en cada trayecto automovilístico, aunque uno viva cerca de donde trabaja o estudia, pues las relaciones entre distancia y tiempo se han relativizado: en las suntuosas avenidas de Polanco, recorrer dos kilómetros puede tomarnos más de una hora. Cada mañana, la arrogancia fifí muerde el polvo cuando los vecinos de la colonia intentan sacar el carro del garaje y la chusma motorizada les niega el paso. Varios siglos de vida malgastados a diario en atorones de tránsito deberían dolernos más que el saldo trágico de un terremoto. Pero la parálisis inexorable acaba por convertirse en un mal necesario, que más vale aceptar con resignación.
Una tortura psicológica reiterada embota la sensibilidad de sus víctimas, y sin embargo va dejando un sedimento de rencor en el alma colectiva.
Los efectos del suplicio cotidiano se perciben por doquier en la precaria salud mental de los capitalinos: el abuso del claxon agrava las tensiones, pero sin ese berrinche la gente reventaría; gentilezas como ceder el paso al peatón pasaron a la historia de los buenos modales; los psicópatas del volante proliferan porque nadie puede salir contento a la calle a sabiendas de que deberá partirse la madre para ganar un palmo de terreno. Cuando un conductor estoico pierde los estribos se pasa al bando de los desesperados, cada vez más numeroso y temible. Al grito de “ábranla que llevo bala”, los inadaptados de esta especie se suben a camellones, toman calles en sentido contrario o recorren largos trechos en reversa con tal de ganar cien o doscientos metros que no les servirán de mucho cuando lleguen al siguiente embudo. Más que emular a los pilotos suicidas de Rápido y furioso, imitan sin querer las embestidas del Quijote contra los molinos de viento.
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En apariencia, los pasajeros de aviones somos privilegiados que podemos escapar con frecuencia del chancro urbano. Pero la saturación del aeropuerto capitalino ya logró un triunfo igualitario: imponernos un despilfarro de tiempo equivalente al de la esclerosis terrestre. Como no hay suficientes pistas para tantos despegues y aterrizajes, el viajero pierde un promedio de tres horas en cada viaje redondo. Quien haya subido puntualmente al avión tampoco puede cantar victoria. En un reciente vuelo de Los Cabos a México nos quedamos una hora y media varados en tierra sudcaliforniana, sin tomar pista, mientras el piloto esperaba que se descongestionara el aeropuerto de la Ciudad de México. Una vez llegados a la capital, nos recetaron otra plancha de la misma duración, porque no había escaleras disponibles para nuestro descenso. Fue necesario que los pasajeros se amotinaran para obtener una pinche escalera. Después tuvimos que esperar las maletas cuarenta y cinco minutos más. Como era domingo, creí que el autobús a Cuernavaca que sale del aeropuerto podría atravesar la ciudad con relativa rapidez. Vana ilusión: la calzada de Tlalpan estaba congestionada como si fuera viernes y tardamos dos horas más en llegar a la autopista. Llevaba, por fortuna, un buen libro de quinientas páginas, que casi terminé en las doce horas transcurridas desde la salida del hotel en Los Cabos. Como leer es parte de mi trabajo, no sufrí demasiado en ese largo viacrucis, pero muchos compañeros de viaje trinaban de cólera.
La lectura es el único amuleto eficaz contra las sangrías de tiempo y si los audiolibros se popularizaran, millones de conductores leerían bibliotecas enteras.
El grado de desarrollo de una ciudad se debería medir por el valor que concede al tiempo de sus habitantes. En la Ciudad de México no hay tiempo que valga, pues aquí sólo se respeta una regla de convivencia: jodámonos los unos a los otros. Para enriquecer a una caterva de rufianes, la capital se desbordó por cerros y cañadas durante décadas en las que ningún delegado respetaba la ley al conceder permisos de uso de suelo. A punta de mordidas y contubernios, las inmobiliarias devastaron el Desierto de Los Leones, que en mi niñez era un bosque y ahora es un cerro pelón. Infinidad de chilangos y mexiquenses tardan dos horas en llegar a la oficina o a la fábrica y otras dos en volver a casa porque así lo decretaron los encargados de regentear el crecimiento urbano. José Alfredo presagió los desmanes cometidos por el Cártel de Santa Rosa cuando declaró que en su tierra “la vida no vale nada”. Llegó a esa conclusión tras presenciar innumerables balaceras en los caminos de Guanajuato. En la Ciudad de México se mata de otra manera. La quietud neurótica de sus caminos intransitables exprime con saña la sustancia de nuestras vidas. La gente ya lleva en el coche orinales y patitos para desahogar la vejiga sin bajar del carro. Pronto llevaremos también almohadas y pijamas. Pasaremos de la cuna al ataúd sin bajar del coche. Qué le vamos a hacer si aquí nos tocó vivir: en el lugar donde el tiempo no vale nada.
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