Beneficios de la tristeza

EL BISTURÍ DE ENRIQUE SERNA: “La tristeza es el catalizador ideal para extraer del alma los tesoros ocultos que jamás hubiéramos descubierto sin una predisposición a encarar la soledad, el dolor y la muerte”

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04 DE NOVIEMBRE DE 20 19
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La felicidad es un estado de ánimo autocomplaciente. Nadie puede imponerle una disciplina ni sujetarla a deberes que le repugnan. Los enamorados, por ejemplo, tienen pocos incentivos para el esfuerzo mental o físico, actividades que los distraen de su bienestar egoísta. La entrega amorosa excluye otras entregas (al estudio, al trabajo, a una causa política) que ofrecen recompensas menos palpables y gratas. Desde el pináculo de la gloria, los amantes correspondidos miran con desdén a quienes se imponen la obligación de trabajar con rigor. Bajo los efectos de un narcótico tan fuerte, nadie puede percibir errores ni defectos en las obras del intelecto. ¿Cómo detectarlos si nos parece que todo resplandece a nuestro alrededor?  Quien sólo ve el lado bueno de las cosas vive contento a costa de embotar la autocrítica, una facultad mental que nace de la insatisfacción. Cuando un novelista se levanta deprimido tiende a juzgar lo que escribió el día anterior con la mayor severidad. Empeñado en corregirlo todo, necesita quemarse las neuronas para merecer la aprobación del enemigo interior que lo reprueba con el ceño adusto. Pero si logra sobreponerse a esa dura prueba quizá tenga más posibilidades de perdurar que un escritor indulgente consigo mismo.

En el fondo, la tristeza busca incitarnos a destilar un antídoto contra su ponzoña. Sólo nos perdona la vida cuando la obligamos a sonreír a regañadientes.

En el ámbito de las letras, los optimistas ingenuos que se ufanan de su felicidad sólo pueden pergeñar subliteratura, por lo general libros de autoayuda. Se requiere haber tocado fondo en materia de conformismo para escribir manuales de superación personal. El pesimista depresivo, en cambio, tiende a ver por doquier el prieto en el arroz y se devana los sesos en busca de la palabra exacta para expresar una emoción o una idea que nació en estado larvario. Cuanto más desesperado esté, más elocuencia se exigirá. El perfeccionismo nace, pues, de una inclinación a creer que nuestras obras pueden ser mejores de lo que son si nos azotamos con más rigor. La euforia o la simple alegría de vivir son un obstáculo a veces infranqueable para superar la pereza mental o ir más allá de las ideas recibidas, al igual que el alcoholy los paraísos artificiales. La tristeza, en cambio, es el catalizador ideal para extraer del alma los tesoros ocultos que jamás hubiéramos descubierto sin una predisposición a encarar la soledad, el dolor y la muerte.

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Me refiero, claro, a una tristeza tolerable que no paralice la voluntad del perfeccionista.  En la Edad Media, la melancolía del estudioso se llamaba atrabilis, un estado de ánimo al que Sor Juana dedicó uno de sus mejores romances: “Finjamos que soy feliz”. En él parece condenar los vuelos más altos del pensamiento, pero su aparente humildad no debe engañarnos: aunque haya juzgado su genio “tan torpe para el alivio, tan agudo para el daño”, siguió ejercitándolo con el mismo rigor hasta toparse con la amenaza de un proceso inquisitorial. Las vocaciones fuertes no sólo amortiguan las penas: las reciclan con fines de autoconocimiento. El empeño de poner la obra por encima de la vida quizá les parezca inhumano y monstruoso a los hedonistas y a los creyentes. En efecto, hay algo de insano en cualquier trabajo obsesivo. Pero si la voluntad se sobrepone a la tristeza y logra objetivarla, su operación de alquimia provoca una reacción en cadena que repercute en el ánimo del lector. Por eso Luis Cernuda llamó a la tristeza “celeste donadora recóndita” y la equiparó con una diosa de la fertilidad en un himno arrancado a sus garras.

El mayor patrimonio de un escritor son sus tristezas, siempre y cuando las asuma como trofeos de guerra, en vez de esquivarlas por medio del alcohol o las drogas.

En la vejez, la edad más pródiga en tristezas, el talento puede dar un gran estirón a pesar de la fatiga mental que nos amenaza.  No se trata de llegar a viejo para componer tangos, o de rasgarse las vestiduras en público, sino de transmutar el desaliento en elevación. La vejez nos impone una serie de renuncias que algunos espíritus altivos no pueden soportar. Comprendo a los temperamentos exaltados que al llegar al filo de los 60 prefieren quemarse la vida en cinco años que padecer otros veinte los ultrajes de la sobriedad. Su decisión es respetable y tentadora para cualquiera. Pero quienes optan por ese camino renuncian a sacarle a la imaginación todo el jugo posible, se dan por vencidos antes de tiempo y desperdician su capital creativo más importante. La otra opción, el ascetismo, puede agobiarnos tanto que a la postre no tengamos el menor deseo de seguir viviendo, ya no digamos de trabajar. Pero la posibilidad de encontrar una nueva veta literaria en ese paraje desértico tal vez compense cualquier sacrificio.

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