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El nipón que se unió a la bola
EL BISTURÍ DE ENRIQUE SERNA: “Los mexicanos le debemos una disculpa a los países del lejano oriente por haber discriminado y hostilizado a miles de inmigrantes chinos, y en menor medida a los japoneses, en épocas donde la xenofobia se confundía con el patriotismo”.
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La leyenda del general villista Rodolfo Fierro, quizá el ogro mejor retratado de la literatura mexicana, sigue siendo un poderoso imán para los escritores. En “La fiesta de las balas”, Martín Luis Guzmán inmortalizó sus recreativas ejecuciones de prisioneros, dignas de Nerón o Calígula. Con una fuerte dosis de humor negro, Rafael F. Muñoz, narró su tragicómica muerte en el celebérrimo cuento “Hombre caballo y oro”: para dárselas de valiente, el porfiado guerrero se empecinó en cruzar una ciénaga a caballo con las alforjas repletas de monedas y las aguas pantanosas se lo tragaron con todo y cuaco. Sabíamos ya cómo mataba y cómo murió Fierro, pero nadie había tenido la curiosidad de averiguar quién lo sacó de la ciénaga, una tarea que ningún lugarteniente suyo quiso acometer. Daniel Salinas Basave lo revela en el excelente reportaje biográfico El samurái de la Graflex (FCE, 2019), la historia de Kingo Nonaka, un pescador de perlas japonés que llegó a México a los 17 años, cruzó el país a pie desde Oaxaca hasta Chihuahua, aprendió enfermería en el único hospital de Ciudad Juárez y a petición de Villa se unió a la bola, para darle primeros auxilios a los heridos de la División del Norte. En la isla de Kyushu, el adolescente Nonaka había desarrollado una técnica de respiración que le permitía durar tres minutos bajo el agua, el mínimo de tiempo requerido para encontrar las ostras entreabiertas en el fondo del mar y volver a la superficie con una perla. Enterado de sus hazañas, Villa le ordenó viajar al lugar del accidente y zambullirse en busca del ahogado.
“La risa de la soldadesca deriva en socarrona carcajada –cuenta Salinas Basave– cuando observan a aquel jovencito de ojos rasgados y metro y medio de estatura inmovilizarse en posición flor de loto a la orilla de la laguna. Largos minutos transcurren sin que el hombre ejecute el más mínimo movimiento. Parece una pequeña estatua de barro con las piernas cruzadas…”. Gracias a la técnica respiratoria del yoga, Nonaka encontró a Fierro tendido en el légamo y le ató al cuello una soga de cincuenta metros de largo, para que la tropa lo jalara desde tierra firme. Con el último aliento logró volver medio muerto a la superficie. Le habían ofrecido dos mil pesos por el rescate, pero general Buenaventura Herrán, cuñado de Fierro, se largó con el oro del difunto y la paga del buzo.
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Salinas Basave le saca el máximo partido literario a este insólito episodio y a los demás avatares existenciales de Nonaka, con un admirable oficio para sostener el interés del lector. Su artefacto literario no es una novela ni una biografía: transita libremente entre los dos géneros con un verismo que no excluye el vuelo imaginativo. Aunque se mantiene discretamente oculto, el cronista se las ingenia para insinuar un trasfondo simbólico en la trayectoria existencial del protagonista, valiéndose de su figura emblemática para rendir homenaje a los migrantes en general, una tarea particularmente oportuna en la época más aciaga para esta especie aventurera, cuando todos los poderes terrenales parecen conspirar en su contra. Industrioso, estoico, sagaz y con un gran talento para adaptarse a las circunstancias, Nonaka es un compendio de las virtudes que han llevado a los hijos del sol naciente a construir uno de los países más prósperos y civilizados del globo. En medio de la carnicería revolucionaria, su espíritu constructivo recuerda la pugna entre Ariel y Calibán, el genio creador y el salvaje primitivo, como si el enfermero de Villa hubiera querido indicarle a su pueblo adoptivo el camino a seguir: la mística del deber y el ingenio fecundo. Por desgracia, el nefasto ejemplo de Buenaventura Herrán marcó el derrotero de la Revolución y desde entonces Calibán predomina en la vida pública mexicana.
Los mexicanos le debemos una disculpa a los países del lejano oriente por haber discriminado y hostilizado a miles de inmigrantes chinos, y en menor medida a los japoneses, en épocas donde la xenofobia se confundía con el patriotismo. En 2015, Julián Herbert publicó La casa del dolor ajeno, un brillante y pormenorizado relato de la matanza de chinos cometida en La Laguna por el general Benjamín Argumedo (objeto de grandes loas en las fiestas del bicentenario). Ahora Salinas Basave nos recuerda la injusticia que se cometió con miles de japoneses inocentes, entre ellos Kingo Nonaka, a los que el gobierno mexicano expulsó de Baja California tras el ataque nipón a Pearl Harbor. Tanto Herbert como Salinas Basave viven en el norte de México (uno en Saltillo, el otro en Tijuana) y no es una casualidad que sean ellos quienes han encabezado esta reivindicación literaria, pues allá están las colonias de japoneses y chinos más nutridas del país. Ojalá contribuyan a disipar una fobia que no se ha extinguido del todo.
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