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Periodismo en crisis
ANÁLISIS DE ENRIQUE SERNA: “Durante 18 años la oligarquía mexicana, representada por el difunto PRIAN, respaldó a gobiernos ineficaces para combatir el crimen o descaradamente corruptos”
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En los últimos meses hemos escuchado voces de alarma contradictorias sobre el futuro del periodismo en México. Los voceros oficialistas acusan a la prensa fifí de orquestar desde la sombra un golpe de Estado blando como el que derrocó a Madero, cuando los periodistas venales que estrenaban una libertad de expresión ilimitada crearon un clima de hartazgo y descontento social aprovechado por el usurpador Huerta. Desde la trinchera opuesta, los adversarios de la 4T acusan al presidente de montar en las mañaneras un circo mediático donde hay más paleros que auténticos reporteros y sostienen que los casos de Sergio Sarmiento (despedido de Radio Centro por atreverse a poner en duda las bondades económicas del populismo) y Carlos Loret de Mola (cesado en Televisa cuando se disponía a divulgar un reportaje de Arely Quintero sobre el imperio inmobiliario de Manuel Bartlett) son los primeros actos de censura cometidos por el nuevo gobierno. Como en ésta y en cualquier materia la polarización ideológica es un obstáculo para esclarecer la verdad, valdría la pena puntualizar los desatinos, las exageraciones y las falacias que debilitan los argumentos de ambos bandos, si queremos tener una idea precisa de los desafíos que los periodistas encaran hoy en día, empezando por el más difícil: la supervivencia de sus fuentes de trabajo.
Tachar de golpistas a todos los críticos de López Obrador es una jugarreta infantil para intentar desacreditarlos. Quienes enarbolan esta bandera pretenden meter en el mismo saco a los chayoteros más notorios y a los periodistas honestos que no creen en la infalibilidad del caudillo, pero sobre todo, aspiran a convertir sus dogmas propagandísticos en hechos históricos. La cuarta transformación no es un cambio de régimen irreversible, como AMLO proclama todos los días, ni mucho menos una revolución, como creen Paco Ignacio Taibo II y el padre Solalinde, sino un modesto cambio de gobierno (benéfico o nefasto, eso está por verse) elevado a proporciones épicas por la megalomanía de su jefe máximo. Nuestra democracia no nació con la victoria electoral de AMLO y por lo tanto, tampoco morirá cuando su partido pierda la presidencia en las urnas.
Pero en el otro bando de la opinión pública, el de los que temen la implantación de una dictadura chavista y el cierre de todas las empresas informativas desafectas al gobierno, la mentira también se propaga sin recato. Durante 18 años la oligarquía mexicana, representada por el difunto PRIAN, respaldó a gobiernos ineficaces para combatir el crimen o descaradamente corruptos, con tal de impedir la llegada al poder del temible Atila tabasqueño. En mi opinión, el episodio más catastrófico de esa guerra sucia fue el apoyo que Televisa y TV Azteca brindaron a Peña Nieto durante seis años para convertirlo en un producto electoral atractivo. Desde la presidencia, Calderón pudo haber frenado esa operación de mercadotecnia, pero como desde el segundo o tercer año del sexenio, su popularidad y la del PAN cayeron por los suelos, se hizo de la vista gorda para permitir el regreso del PRI a Los Pinos. Las televisoras, las estaciones de radio y los periódicos que desde el año 2000 participaron con denuedo en la tarea de satanizar a López Obrador son responsables, en buena medida, de haberle devuelto el poder al PRI en 2012, pues desde su perspectiva, la victoria de Peña Nieto era un mal menor comparada con la de AMLO. No les importó exponernos a una restauración autoritaria que pudo haber significado la prematura muerte de la democracia si en 2018, el PRI hubiera puesto en marcha una elección de Estado como la que un año antes le permitió conservar el poder en el Edomex.
Con su gigantesco gasto publicitario, Peña Nieto les pagó esos favores con réditos, pero para entonces, la pérdida de credibilidad de las empresas y los comunicadores sobornados era de tal magnitud que su inversión resultó un despilfarro inútil. Gracias a los periodistas independientes y libres que denunciaron los escándalos de la Casa Blanca y la Estafa Maestra, entre muchas otras corruptelas, quedó en evidencia la catadura moral de Peña Nieto y junto con ella, la venalidad de los medios que le quemaron incienso. La drástica reducción del gasto publicitario gubernamental decretada por López Obrador los ha golpeado financieramente, pero ellos mismos ya se habían hecho el harakiri al perder su capital más preciado: la confianza del público. La estrategia de congraciarse con el poder despidiendo a periodistas que lo impugnan con argumentos válidos tampoco les dará resultado. Si de veras quieren servir a la sociedad, deberían conceder a sus mejores periodistas una libertad irrestricta y olvidarse para siempre de los pactos en lo oscurito con los enemigos de la democracia. Tal vez entonces recuperen la credibilidad perdida.