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Manuel Valdés o el fuero de la locura

ENRIQUE SERNA escribe sobre el comediante y actor: “Cautivado por la personalidad del ‘Loco’ Valdés, el público lo mantuvo durante veinte años en los puestos más altos del rating, tal vez porque los niños lo veíamos como un compañero de juegos”.

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EMEEQUIS.– El viernes pasado falleció el bufón más ingenioso y versátil de la televisión mexicana: Manuel “El Loco” Valdés. Quizá los menores de 40 años no entiendan por qué los rucos estamos de luto, pues a partir de los años ochenta, cuando ser vetado por Televisa significaba la muerte para cualquier estrella del espectáculo, el Loco desapareció de la pantalla chica. Su delito: llamar Bomberito Juárez al Benemérito de las Américas. Presionado por los quisquillosos censores de Gobernación, el Tigre Azcárraga tuvo que sacarlo del aire. Quedan algunos vestigios de su comicidad en Youtube, pero como el terremoto de 1985 sepultó la videoteca de Televisa bajo toneladas de escombros, me temo que su talento sólo dejará huella en la memoria del público. 

No era un cómico a quien los directores de escena pudieran imponer un libreto. Después de hacer muchos papeles secundarios en las películas de su hermano y maestro Germán Valdés Tin Tan, con quien seguramente aprendió a improvisar, el Loco debutó como solista, si mal no recuerdo, en el programa vespertino Operación Ja ja, que yo veía de niño cuando llegaba de la escuela. Su originalidad consistía en hacer lo que le diera la gana, salvo cometer faltas a la moral. Parodiaba a los locutores engolados, a los declamadores y a los actores de melodrama, se jalaba la hirsuta pelambre de las cejas y las patillas, bautizaba con nombres estrambóticos a los piojos que se arrancaba de la cabeza y con uno de ellos Colofox, grabó un disco a dúo. Abandonaba el set con frecuencia y las cámaras tenían que seguirlo por los pasillos de Televicentro. Si estaba cansado se dormía la mitad del programa echado en un sofá. Tenía que presentar los números musicales un locutor suplente, pues nadie osaba despertarlo. 

In illo tempore, la barra de programas vespertinos de Telesistema Mexicano (el antiguo nombre de Televisa), era un campo abierto a la comicidad experimental, tal vez porque la empresa les asignaba un ínfimo presupuesto. Salía barato poner al Loco frente a una cámara y dejarlo improvisar a su antojo. Con la misma desfachatez, Madaleno y Daniel Pérez Arcaraz jugaban a la televisión en El club del hogar, burlándose de los productos que anunciaban, con una escenografía deliberadamente vieja, sucia y destartalada.  El espíritu inconoclasta del happening sesentero se había colado a la televisión mexicana y una saludable insolencia predominaba en aquellos programas innovadores, tal vez los más originales que ha producido el emporio de los Azcárraga.

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En los 70 el Loco Valdés llegó a la barra nocturna, donde tuvo un éxito igual o mayor, con rutinas cómicas un poco más atrevidas. Uno de sus programas, Ensalada de locos, donde hacía sketches con Héctor Lechuga y Alejandro Suárez, ejerció una fuerte influencia en mi vocación literaria, pues un grupo de amigos y yo montamos en el garaje de mi casa un sketch inspirado en Maritza y Andrea, una de las secciones del programa, protagonizada por dos viejas cuzcas (el Loco y Lechuga travestidos) que encerraban y violaban a sus visitantes masculinos: el plomero, el electricista, el repartidor de gas. La señal para atacar a sus víctimas era la onomtopeya que Lechuga profería al echarle llave a la puerta: chirrinchinchín. Mi hermano Ricardo hizo el papel de Maritza, nuestro amigo Julio Rodríguez interpretó a Andrea y yo escribí el libreto del show, a los 12 años, procurando imitar los gags del guionista Manuel Rodríguez Ajenjo.  Años después lo conocí en una comida de la SOGEM y me contó que el Loco jamás respetó sus libretos. En eso era idéntico a su hermano Tin Tan: nadie sabía cómo iban a reaccionar cuando les daban el pizarrazo.

Cautivado por la personalidad del Loco Valdés, el público lo mantuvo durante veinte años en los puestos más altos del rating, tal vez porque los niños lo veíamos como un compañero de juegos. No era un conductor de televisión, sino un irresponsable orate que hipnotizaba al auditorio, al grado de que muchos lo creían escapado del manicomio. El Loco no actúa, así es de verdad, creían muchos espectadores, y él mismo contribuyó a forjar esa leyenda con su disparatada conducta pública. Se rumoraba que en medio de un embotellamiento bajó de su Mustang y caminó por los techos de varios autos, hasta llegar al de una guapa automovilista a la que intentó ligarse, metiendo la cabeza por su ventanilla. Quizá la leyenda sea falsa, pero sonaba verosímil por la aureola mágica y omnipotente del personaje.  

Su constante desafío a las fuerzas del orden seducía y maravillaba a los súbditos de una monarquía sexenal asfixiada por la falta de libertades.  El fuero de la locura parecía eximirlo de cualquier regla  y tal vez por eso llegó a sentirse intocable. Su catarsis y la nuestra concluyeron de golpe cuando los censores de la dictadura lo metieron al aro.

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