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La señora Graham y los que odian a la prensa
Una de las claves del Watergate radicó en la paranoia de Nixon y en su odio a la prensa que, junto a procesos constitucionales, jurídicos y legislativos hicieron lo demás. Reflexiones de Katharine Graham sobre el periodismo en su libro “Una historia personal”.
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CONFIDENTE EMEEQUIS
EMEEQUIS.– La buena estrella de los periodistas. Lo cuenta Katharine Graham, en su libro Una historia personal. “Tuvimos mucha suerte con el caso Watergate”. En efecto, cuando The Washington Post vivía sus horas más difíciles, se descubrió que Richard Nixon grababa todas sus conversaciones en la Oficina Oval.
El presidente de los Estados Unidos estaba lo suficientemente loco como para dejar un rastro de sangre en la nieve, pistas concretas sobre toda la labor de encubrimiento que ordenó y de sus fobias en contra de la prensa. “¿Quién podría haber contado con ello?”.
Richard Nixon tuvo que renunciar al cargo, aunque obtuvo el perdón absoluto de parte de su sucesor, Gerald Ford, quien trató de corregir todas las distorsiones que se generaron en los años de locura.
En efecto, una de las mayores lecciones periodísticas de aquellos días es que no basta con escribir la verdad, hay que hacerla resistir como una piedra de granito.
“Como noticia, escribió Graham, el Watergate fue el sueño de un periodista, aunque no lo pareciera en los primeros meses. Pero tenía todos los ingredientes: suspenso, combatientes en ambos lados, los que tenían la razón y los que no, la ley, los malos y los buenos”.
La historia pudo ser otra, la que los estrategas de comunicación de la Casa Blanca ya habían colocado con cierto éxito: Watergate era una nota menor, referida a ladrones de pacotilla, “un intento de robo de tercera categoría”, como lo definió Ron Ziegler, pero potenciada por los intereses políticos y económicos de la familia Graham que, bajo la influencia nociva y resentida de Ben Bradlee, el editor, sostenían en La Casa Blanca, habían creado una fantasía para afectar a uno de los presidentes más populares, porque Nixon lo era.
Es más, una de las líneas que colocaban con frecuencia en otros diarios era que McGovern estaba teniendo apuros en su campaña y que había acudido al Post para ensuciar a su rival.
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Sí, Bob Woodward y Carl Bernstein tuvieron los astros a su favor, pero antes les jugaron más de una mala pasada.
La señora Graham siempre estuvo convencida de que estaba en lo correcto, que en Washington ocurrían cosas terribles, se espiaba y mentía de modo cotidiano. “Un intento, sin precedentes, de subvertir el proceso político”.
Confió en sus reporteros, aunque es probable que después de eso ya no lo haya hecho de la misma forma, porque otra investigación de las dimensiones de Watergate no se ha presentado y porque es probable que ni siquiera se le pudiera caracterizar de esa manera.
Sobre ellos escribió: “ambos son brillantes, pero Woodward era concienzudo, trabajador y tenaz, mientras que Bernstein era desordenado e indisciplinado. Sin embargo, era mejor escritor, más imaginativo y creativo”.
Contra lo que se cree, la propietaria del Post señala que nunca tuvo tiempo para reflexionar sobre el valor, ya que no hubo un momento decisivo en el que existieran motivos para dejar de informar. Todo resultó un proceso gradual, aunque bastante estresante.
Una de las claves del asunto radicó en la paranoia de Nixon y en su odio a la prensa que, junto a procesos constitucionales, jurídicos y legislativos hicieron lo demás.
Juan Luis Cebrián sostiene que el caso Watergate es también causante de daños en la hechura de las informaciones, porque no hay reportero que no quiera tener la medalla de haber tumbado a uno de los tipos más poderosos del planeta.
En efecto, las historias no pueden repetirse y en muchos casos sus enseñanzas son engañosas. Lo interesante es cómo las fobias que se desarrollan desde el poder contra los periodistas suelen derivar en grandes desastres.
El Post inclusive apoyó no pocas de las políticas de Nixon, pero este era incapaz de distinguir y de convivir en la ambivalencia de las relaciones que suelen construirse entre medios de comunicación y funcionarios poderosos. Resultaron igual de duros en coberturas como las del accidente de Ted Kennedy en Chappaquiddick, pero no tuvieron el mismo impacto y no podían tenerlo.
Al paso del tiempo, las reflexiones de Graham ayudan a entender un periodo específico de la historia del periodismo, pero también el trazo de los caminos que hay que seguir en el empeño de informar, desde una perspectiva de compromiso con los lectores, que trascienda las tiranteces del día a día.
@jandradej
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