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El magisterio de Steiner
ENRIQUE SERNA apunta que el ensayista George Steiner “se consagró a sacudir la modorra del mundillo intelectual, donde los oropeles del falso prestigio suelen ocultar la vacuidad, con una lucidez beligerante que muchas veces lo enfrentó con otros intelectuales”.
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Los lectores apasionados del mundo entero estamos de luto por la muerte de George Steiner, un ensayista pródigo en hallazgos luminosos que tuvo el don de exponerlos con una capacidad persuasiva poco frecuente en el mundo académico, encerrado por lo general en el calabozo de la terminología endogámica. El principio rector de su obra fue rescatar a la cultura universal del caos que la amenaza por todos los flancos, en una época en que el peor enemigo de las artes y las ideas ya no es la censura política, sino “el despotismo de la comercialización a gran escala y las recompensas de la fama mercantilizada”, como dijo en La idea de Europa. La función de la crítica, tal y como la concebía Steiner, consiste en “adentrarse en el significado” de las letras y las humanidades, con el ánimo de formular desde nuevos ángulos las grandes preguntas de la existencia, las que no tienen respuesta pero son el acicate de las mejores búsquedas.
“Lo característico de las grandes obras es que nos interrogan, nos exigen una reacción”, escribió en Lecciones de los maestros, y esas reacciones, añado yo, pueden transformarnos tanto como la vivencia más arrebatadora. Esclarecer el sentido de los clásicos y estimular la curiosidad del lector para aventurarse por terrenos inexplorados no sólo requiere erudición sino creatividad, en grado igual o mayor que la poesía, la narrativa o el drama. Con la modestia de los moribundos, en una de sus últimas entrevistas Steiner lamentó humildemente “no haberse atrevido a crear”, pero lo cierto es que sus chispazos de genio lo elevaron casi a la misma altura de sus objetos de estudio.
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Ensayista imaginativo y polémico, desde su juventud se consagró a sacudir la modorra del mundillo intelectual, donde los oropeles del falso prestigio suelen ocultar la vacuidad, con una lucidez beligerante que muchas veces lo enfrentó con otros intelectuales en polémicas ríspidas, como la que sostuvo con Susan Sontag a propósito de la interpretación de textos. Desde su primer libro, el magistral ensayo Tolstoi o Dostoyevski, Steiner pintó una raya que lo deslindó por igual del New Criticism estadunidense y del estructuralismo francés. Le molestaba “la exaltación, consciente o no, de la práctica exegética como algo equivalente en importancia al objeto literario mismo” y para combatirla declaró sin ambages: “Ni Tolstoi ni Dostoyevski necesitan de George Steiner. En cambio George Steiner está en persistente necesidad ética o imaginativa de La muerte de Ivan Ilich o de Memorias del subsuelo”. Fijada su posición accesoria dentro de la república de las letras, logró sin embargo tender el mejor puente contemporáneo hacia la obra de Tolstoi y Dostoyevski, perfilando el antagonismo técnico, religioso y filosófico de sus novelas con un formidable arsenal de intuiciones y analogías.
Una de las ideas que más obsesionaba a Steiner fue la línea de continuidad entre el judaísmo y las utopías redentoras del siglo XX, a pesar del aparente divorcio entre la filosofía idealista y la materialista. De hecho, consideraba al marxismo un brote de judaísmo laico en el campo de la ciencia política. El nazismo y el estalinismo, a su juicio, intentaron desembarazar al hombre del siglo XX de esa pesada carga moral, con desastrosos resultados que hasta cierto punto reafirman el imperativo ético de los profetas antiguos y modernos. Dudaba, sin embargo, que la naturaleza humana estuviera a la altura del mesianismo igualitario.
Políglota y multidisciplinario, Steiner fluctuaba a sus anchas en diversos campos del saber, como los humanistas del Renacimiento, pero quizá la filosofía del lenguaje fue la parcela intelectual en la que aportó ideas más fecundas. En Después de Babel sostuvo que la imaginación verbal no puede estar al servicio de la verdad sin sufrir una grave mutilación. En ese terreno lo falso no es necesariamente un valor negativo, pues “el lenguaje es el instrumento privilegiado gracias al cual el hombre se niega a aceptar el mundo tal como es”. La ambición de reinventarlo con palabras en el único ámbito donde gozamos de libertad absoluta confiere a la poesía, que definió como “la música del pensamiento”, la misión de sondear los arcanos del universo vedados al raciocinio.
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Steiner vino varias veces a México y en los años 90 tuve la suerte de escuchar una conferencia suya en el Palacio de Bellas Artes. A pesar de su inocultable arrogancia, tuvo la cortesía de sostener nuestra atención con una sagacidad calculada para iluminar gradualmente al auditorio y al mismo tiempo tentarlo a llenar lagunas intelectuales. Creía en la función rectora de las élites, pero la ejercía con la responsabilidad y el talento de un “educador soberano”, como llamaba Mathew Arnold a los intelectuales que bajan el cielo a la tierra para democratizar el conocimiento.