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De fonógrafos y otras delicias musicales

La música como salvación: “Ante esta pandemia que se alarga y se alarga y se alarga, ya que no podemos acercarnos, dejemos que la música nos consuele, nos reviva, nos traslade. Nos llene de paciencia”. Artículo de BEATRIZ RIVAS.

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La musique rapproche les gens,

parfois même les pires ennemis.

 

B. Alexei Jakowleff

EMEEQUIS.– En el mes de agosto de 1877, es decir, hace exactamente 143 años, el genial inventor y científico, Tomás Alva Edison, terminó su primer fonógrafo; el único aparato en el mundo que podía grabar y reproducir sonidos. Lo mostró al público en noviembre, con la melodía de Mary had a Little lamb (una elección bastante sosa, para mi gusto) y lo patentó al año siguiente. Desde ese momento, cambió la relación que los seres humanos tenemos con la música. Antes, la única manera de escucharla era en vivo. Coros gregorianos durante la misa en una iglesia. Trompetas y tambores antes de la batalla. Canciones populares en las plazas de los pueblos. La aristocracia europea reunida en un salón de alguno de sus lujosos palacios, para presenciar un concierto de cámara. En los barrios bajos, acudían a alguna taberna y, mientras brindaban con cerveza, cantaban a coro junto a un músico que, tal vez ya un poco borracho, le arrancaba alegres notas a su acordeón.

Afortunadamente nacimos después de la invención del gramófono, los discos LP, los cassettes, los walkman y demás aparatos de impresionante tecnología. Ahora, con tan solo nuestro teléfono celular, tenemos la garantía de que en pleno encierro por culpa de una pandemia a la que no le da la gana dejarnos en paz, la música puede salvarnos. Nos agarra de las solapas (melodía y palabras en un feliz contubernio) para contagiarnos de un poco de optimismo y obligarnos a poner la atención en lo que realmente debe importarnos.

Hace rato conversaba con un gran amigo a través de una de las Apps que las redes sociales han puesto a nuestra disposición. Llevábamos 35 años de haber perdido el contacto. ¡35 largos años! Y como era lógico, nos pusimos a recordar viejos tiempos, hasta nos enviamos descoloridas fotografías, pero nada de lo que vimos, dijimos o escribimos nos acercó tanto el uno al otro, como la música que comenzamos a compartir. Cada uno en su pedazo del mundo, con el océano Atlántico en medio —una enorme masa de agua recordándonos nuestras limitaciones geográficas—, gozamos de igual manera esa curiosa y mágica alquimia de palabras y melodías. ¿Recuerdas ésta? Me la enviaba. ¡Claro! ¿Y ésta te gusta? Se le mandaba. ¿Qué versión de Aleluya prefieres? ¡Obviamente la original, la de Leonard Cohen! La distancia se acortó, y no me refiero sólo a la distancia entre dos personas a quienes separan más de 9 mil kilómetros, sino a la distancia con el pasado.

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Una melodía específica nos traslada, de pronto, a nuestra infancia o adolescencia. Las notas nos hacen evocar aromas olvidados, escenas perdidas entre tanta maraña de recuerdos y sensaciones que creíamos enterradas. Volvemos a sentir lo que sentíamos a los 10 años, a percibir lo que percibíamos a los 18, a emocionarnos como nos emocionábamos a los 26.

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La música está en la esencia de los seres humanos. Ahí desayuna, cena, camina, se pasea. Vivimos en y a través de ella. Nos reconocemos en sus notas, ritmos, armonías y silencios. En cualquier parte del planeta que nos encontremos, la música nos susurra al oído un mensaje, una idea, una emoción, una identidad. Nos envuelve con dulzura o nos sacude con agresión, llamándonos a reaccionar. La música nos calma, nos arrebata, nos embelesa, nos arroba, nos embruja, nos deleita, nos sacude, nos conmueve. Nos invita a explotar de júbilo o a acurrucarnos por el desasosiego que produce la melancolía.

¿Viviríamos y gozaríamos de la misma manera si la música no formara parte de nuestros días cotidianos o de nuestros eventos importantes?

La música sabe que la necesitamos. ¡Que si lo sabe! Y, por lo tanto, nos utiliza. Se desliza, insidiosa, dentro de nosotros. Vive en nosotros. A veces, hasta se aprovecha de nuestros momentos débiles en los que sólo una canción que nos hable de tú, que nos mire a los ojos, nos puede salvar de una peligrosa tentación… o de nosotros mismos.

En El último encuentro, mi novela favorita de Sándor Márai, uno de los protagonistas en un verdadero melómano. Precisamente ahora que decidí escribir sobre música, he estado releyendo las páginas del autor húngaro. De pronto, me detengo en dos frases que alguna vez subrayé: “La música rompía en pedazos el mundo a su alrededor, cambiaba las leyes establecidas de manera artificial, durante unos instantes”. “Temía a la música, a la cual lo ataban unos lazos invisibles, como si el significado profundo de la música constituyese un mandato superior…” . Tal ves sí constituye un mandato superior.

Somos seres eminentemente sociales. Nos gusta ver y ser vistos. Acariciar y ser acariciados. Conversar, abrazar, besar, tocar a nuestros seres queridos. Estar físicamente cerca de ellos. Necesitamos sentirnos apapachados. Hacer el amor. Ante esta pandemia que se alarga y se alarga y se alarga, ya que no podemos acercarnos, dejemos que la música nos consuele, nos reviva, nos traslade. Nos llene de paciencia. Que la música nos salve. Debe salvarnos. Puede salvarnos.

@Brivaso



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