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Avioncitos y Rayuela
BEATRIZ RIVAS escribe sobre Rayuela, de Julio Cortázar: “Fue el texto que me mostró la esencia de la literatura: el cómo se narra es mucho más importante que lo que se cuenta”.
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Toco tu boca, con un dedo toco el borde de tu boca,
voy dibujándola como si saliera de mi mano,
como si por primera vez tu boca se entreabriera…
Julio Cortázar
EMEEQUIS.– En mi niñez, México era distinto. Yo vivía en un barrio de clase media a las afueras del D.F., en Naucalpan. La ciudad todavía era segura, así que salíamos al parque aledaño sin un adulto, o a la papelería y dulcería del “viejito”, a cuatro cuadras de la casa, sin preocuparnos por ser secuestrados o morir por una bala perdida. Acostumbrábamos jugar en la calle y, con nuestros amigos y vecinos, organizábamos partidos de quemados, andábamos en bicicleta por la colonia o pasábamos la tarde entretenidos en nuestro juego favorito: con un gis blanco pintábamos un “avioncito” en el pavimento, para saltar y saltar con un pie, con los dos, nuevamente sólo con uno, de “cojito”. Nunca he sido buena para las actividades físicas, soy torpe para el ejercicio, pero jugando “avioncito” me sentía flexible y hasta ágil. Un día, una vecina argentina que nos vio brincando a media calle, después de rogarnos que tuviéramos cuidado con los automóviles, nos explicó que en su país, nuestro juego era conocido como “rayuela”. La palabra me fascinó desde ese instante. No sé bien por qué me atrapó, pero durante mucho tiempo se convirtió en mi término favorito.
Al terminar la preparatoria, a los 17 años, me fui a vivir a París, sin mi familia, para aprender francés y tomar un “año sabático” antes de entrar a la universidad. Ahí, junto al Sena, la palabra rayuela tomó otro sentido y me empujó al mundo de la ficción, de las Letras. Me explico: con un presupuesto bastante limitado, mi amiga Ana y yo comprábamos yogurt o queso blanco y nos sentábamos en la orilla del río a cenar algo ligero, antes de regresar a nuestra pensión en la Isla de San Luis. Una tarde, conocimos a un uruguayo llamado Daniel Paz, que daba clases de literatura latinoamericana en la Sorbona. Fue este profesor de jeans rotos, saco de cuadritos y cabello largo, quien me inició en el fascinante y lúdico mundo de la creación literaria. Yo pedía jugo de durazno y él siempre tomaba dos pastis Ricard en alguno de los cafés del barrio latino, mientras me platicaba sobre el famoso boom latinoamericano y el realismo mágico. La última vez que nos vimos, en el verano del 83, unos días antes de mi regreso a México, Daniel me regaló un ejemplar de Rayuela diciéndome: Si lees esta “contranovela” y te estremece, será tu primer paso para convertirte en escritora. Eran los últimos días de junio, lo recuerdo con precisión porque me contó que el libro estaba cumpliendo 20 años de haber sido publicado por primera vez. Carol Dunlop, la tercera y última pareja de Cortázar, llevaba menos de seis meses muerta y Julio, muy deprimido, ya no paseaba por la calle Cherche Midi ni cruzaba el Pont Neuf de la mano de la Maga.
El 28 de junio de 1963, hace 57 años, Rayuela vio el mundo. Por eso hoy escribo este texto, como un mínimo reconocimiento de lo que le debo a Daniel y, sobre todo, a Julio Cortázar. Ahora la Ciudad de México ya no se llama Distrito Federal y jamás dejé a mi hija jugar en la calle, cuando era niña, por el pánico a la inseguridad que aumenta cada día. Creció sin saber, bien a bien, lo que es un “avioncito”, pero no sin estar consciente de lo importante que Rayuela ha sido para mí.
Quienes no han leído esta novela, les ruego que lo hagan. Fue el texto que me mostró la esencia de la literatura: el cómo se narra es mucho más importante que lo que se cuenta. Todos tenemos anécdotas o historias que merecerían terminar impresas, pero muy pocos saben de qué manera contarlas. Ahí radica el genio de un escritor. Yo quiero tratar de hacer esto, pensé, cuando leí por primera vez Rayuela, uno de mis libros consentidos, uno de los pocos que acostumbro repasar cada cierto tiempo, siempre con una nueva mirada y que, por lo tanto, presume sus tatuajes por haber sido tantas veces subrayado. Lápiz, rayas de plumón fluorescente y anotaciones en tinta negra o azul, conviven en sus páginas.
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Cuando cumplí 18 años, ya de regreso a mi casa familiar, mi padre me regaló una colección de discos LP, producidos por la UNAM, cuyo nombre ahora no recuerdo, con fragmentos de libros de varios autores, leídos con su propia voz.
Desde entonces, cada vez que releo Rayuela lo hago “escuchando” el acento tan particular de Cortázar, pronunciando las erres al modo francés pues, aunque era de padres argentinos, el escritor nació en Bélgica y vivió gran parte de su vida en París, ciudad que acuna muchos escenarios de esta novela.
Desde entonces, cada vez que regreso a la Ciudad Luz, no puedo dejar de pensar en la Maga (cantando Schumann), en Oliveira y en Rocamadour y, si hago un esfuerzo, logro verlos paseando en las riveras del Canal Saint Martin o a lo largo del Boulevard de Sébastopol.
Desde entonces, cada vez que escribo intento conseguir un poco de la maestría del autor argentino, cuya novela puede ser leída siguiendo las instrucciones de un “tablero de dirección” que propone él mismo o, bien, como al lector se le dé la gana, incluso, de atrás hacia delante o de en medio hacia los lados. En el peor de los casos, si son conservadores, pueden seguir el orden tradicional.
Desde entonces voy por el mundo convencida de que la magia y los milagros se dan en el mundo de la ficción. La ficción salva… metafórica y literalmente. Al menos, Rayuela lo hizo. Cortázar contaba de una chica que se iba a suicidar… “Y entonces empecé a leer el libro. Yo me iba a matar al día siguiente. Leí el libro, lo seguí leyendo, lo leí toda la noche y cuando terminé, tiré las pastillas porque me di cuenta de que mis problemas no eran solamente los míos sino los de mucha gente”.
Desde entonces, sé que Rayuela contaba más para Cortázar que los cronopios, pues en esa novela ubicó su compromiso metafísico y porque en sus páginas encontramos, usando la metáfora de su personaje, Oliveira: “todo ese mundo de insatisfacción, de búsqueda del kibutz del deseo.”
Desde entonces, desde mis 17 años, estoy en espera de la pluma de alguien que, con esa belleza y precisión de lenguaje, con ese sutil erotismo, me ofrende un capítulo como el 7. Un capítulo breve pero definitivo, consagrado a la boca y los labios de la Maga. Dedicado a un beso que se ha convertido, creo yo, en uno de los besos más importantes de la literatura. “Y si nos mordemos el dolor es dulce, y si nos ahogamos en un breve y terrible absorber simultáneo del aliento, esa instantánea muerte es bella”.