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La oposición fatalista
ENRIQUE SERNA escribe sobre los adversarios de López Obrador: “Una oposición tan histérica y desarticulada no le hará ni cosquillas al caudillo, menos aún si cae en el garlito presidencial de poner la lucha de clases en el primer plano del debate político”.
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Entre los opositores al gobierno de López Obrador hay, cuando menos, dos grandes bandos: los que desearían “darle en la madre a la 4T”, como dijo con su proverbial finura el cartucho quemado de San Cristóbal, y los que aprobamos algunas medidas de este gobierno (el recorte de la publicidad gubernamental, la prohibición de condonar impuestos, la reforma a la Ley del Trabajo para garantizar la elección de líderes sindicales por voto universal y secreto), pero tememos que la estrechez de miras, el endiosamiento y la supina ignorancia del presidente en materia de economía puedan hundir al país en una crisis mucho más grave que las de 1976, 1982, y 1994, pues ahora vendría acompañada por una expansión terrorífica del crimen organizado.
Al parecer, los opositores fanáticos desean que López Obrador nos arroje al abismo con tal de que su partido pierda el poder. Peor aún: adelantándose a los acontecimientos, se comportan como si el desastre económico o la implantación de una dictadura hubieran ocurrido ya. Los opositores menos radicales pensamos que la catástrofe se puede evitar y en eso coincidimos con muchos simpatizantes de Morena que no ven con agrado la renuencia patológica de su líder a reconocer y rectificar errores.
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La marcha opositora del primero de diciembre estuvo dominada por el bando visceral de los descontentos. A juzgar por la disparidad de las pancartas, no hay entre ellos la menor cohesión ideológica, pues mientras los católicos lanzaban vivas a Cristo Rey (una proclama que tal vez suscribiría el propio AMLO), otros increpaban al nuevo gobierno por amenazar el estado laico, y aunque algunos demócratas condenaban el ominoso recorte al presupuesto del INE, sus camaradas golpistas exigían la renuncia del presidente, como si pudieran borrar a gritos los 30 millones de votos que le dieron el triunfo.
Una oposición tan histérica y desarticulada no le hará ni cosquillas al caudillo, menos aún si cae en el garlito presidencial de poner la lucha de clases en el primer plano del debate político. La táctica populista de azuzar a pobres contra ricos o a chairos contra fifís funciona, sobre todo, cuando las clases pudientes recogen el guante. Nadie debería caer en esa provocación, pues lo que está en marcha es un reacomodo de élites, no una revolución bolchevique.
Si en la corte morenista figuran putrimillonarios como Alfonso Romo, Napoléon Gómez Urrutia, Marcelo Ebrard, Manuel Bartlett y Yedickol Polevnsky, ¿por qué sus hermanos de clase, o los clasemedieros que aspiran a serlo, les regalan la bandera de la representación popular, asumiendo con orgullo su condición de fifís? Chairo, fifí, hípster, Godínez o naco son reducciones de la personalidad que sólo pueden agradar a quienes han renunciado a la condición de individuos, sean pobres o ricos. Urge sacar el debate político de ese pantano y llevarlo al punto nodal de la discusión: ¿es factible lograr un mejor reparto de la riqueza y un crecimiento sostenido con las políticas de AMLO? ¿Se puede alcanzar así el desarrollo y la justicia social que todos deseamos?
Desde luego, los ciudadanos que marcharon el 1 de diciembre no son un contingente de paranoicos. Como López Obrador los sigue pateando en el suelo a pesar de haberlos derrotado moralmente, abrigan el razonable temor de que no se conforme con la presidencia y quiera arrebatarles sus patrimonios.
“Cuando el ganador de una contienda electoral sigue atacando a sus adversarios desde el poder, como si le impidieran gobernar, los denostados tienen derecho a pensar que se avecina una pelea más cruenta fuera de los cauces democráticos”.
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Aunque AMLO corteja en privado a los grandes capitalistas, sigue gruñéndole en público al poder económico. “No hemos vencido aún, falta la pelea decisiva”, es el mensaje que lanza entre líneas cada mañana, invocando el fantasma del comunismo, o por lo menos, el del chavismo. Seguramente no planea cumplir la amenaza implícita en esas bravatas, pues va en sentido contrario a su afán de atraer inversiones, pero mantiene el clima de confrontación para hacerle creer a sus seguidores que debe seguir en el ring por el bien del pueblo.
Si de verdad logra erradicar la corrupción, disminuir significativamente los índices delictivos y distribuir mejor la riqueza con un crecimiento económico sostenido, ningún adversario político podrá detener a Morena. Muchos de sus críticos deseamos que nos calle la boca de esa manera. Pero su talante rijoso denota, por el contrario, que teme no poder cumplir esa meta y ya está buscando a quién echarle la culpa. Ojalá que sus allegados lo convenzan de no seguir por ese camino y la oposición ajena a los viejos partidos procure disuadirlo de fracasar, en vez de anhelar que lo haga, pues nadie saldría ganando con esa tragedia.