La soga en el cuello de Biden

ENRIQUE SERNA escribe sobre los señalamientos de acoso sexual contra Joe Biden: “En materia de tropelías machistas, Trump supera ampliamente a Biden, pero eso le importa un comino a los supremacistas blancos de ambos sexos”.

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Una de las principales argucias del maquiavelismo político es arrebatar al enemigo sus mejores armas y fusilarlo con ellas. En la actual coyuntura política, los publicistas del partido republicano recurrieron a un ardid muy astuto para descalificar a Joe Biden, el virtual candidato demócrata a la presidencia: desempolvaron una vieja acusación de Tara Reade, que en 1992 fungía como asistente de Biden cuando él era senador. Tara se sintió vejada porque en una reunión de trabajo, el hoy candidato “puso su mano en mi hombro y rozó mi cuello con su dedo” (The union, 3 de mayo 2020). En primera instancia, Tara dijo que el asunto no pasó a mayores, pero sus patrocinadores ya le impusieron cambios en el libreto, para recargar las tintas de la acusación, y la semana pasada, entrevistada por la Fox News, añadió que, en otro momento, el libidinoso senador le hizo tocamientos obscenos por debajo de la ropa. 

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Desde luego, los estrategas de Trump están capitalizando a su favor el gran arrastre mediático del movimiento me too. En Estados Unidos, la opinión pública es mucho más severa con los presuntos acosadores que los jueces encargados de establecer su culpabilidad o su inocencia. Woody Allen enfrentó un largo y tortuoso proceso judicial cuando su hija adoptiva Dylan Farrow, de siete años, lo acusó de abuso sexual en 1992. Ocho meses antes se había divorciado de su esposa Mia Farrow, quien descubrió sus amoríos con Soon-Yi-Previn, una joven adoptada por la actriz que ya tenía entonces 21 años. Allen siempre alegó que Mia envenenó la mente de le pequeña Danny en venganza por su infidelidad.

Los jueces desestimaron la acusación por falta de pruebas  y el cineasta quedó absuelto ante la ley, pero el feminismo dogmático lo sigue considerando culpable y sostiene que obtuvo el fallo absolutorio por haber presionado a los jueces con una fuerte campaña mediática. Hace dos años, en el programa de Ophra Winfrey, un ramillete de estrellas de Hollywood encabezado por Reese Witherspoon y Natalie Portman reiteró la acusación contra Allen, enarbolando el lema favorito del movimiento me too: “Yo sí te creo”. 

Me pregunto si esas demás de hierro le creerán también a Tara Reade, quien las ha puesto en un serio dilema: si repudian al candidato demócrata, beneficiarán a Donald Trump, que se frota las manos por el escándalo de su oponente. La reelección de Trump sería un tremendo golpe, no sólo para Estados Unidos, sino para toda la humanidad. ¿Excomulgarán también a Joe Biden con el fulminante anatema el “yo sí te creo”?

Millones de estadunidenses dan mayor crédito a los fallos emitidos por el tribunal de la decencia feminista que a los del sistema judicial. Absolver o condenar a machos depredadores les otorga, sin duda, un enorme poder. Pero se trata de un poder circunscrito a la gente que piensa como ellas: en el mejor de los casos, la mitad de la población estadunidense. La otra mitad no participa en esos linchamientos ni cree que la persecución de erotómanos deba ser una prioridad nacional. En materia de tropelías machistas, Trump supera ampliamente a Biden, pero eso le importa un comino a los supremacistas blancos de ambos sexos. En la campaña electoral pasada, las denuncias por abuso sexual contra el ahora presidente le hicieron lo que el viento a Juárez. De modo que el inofensivo intento de seducción de Biden sólo puede perjudicarlo ante sus propias simpatizantes. 

Revertida en favor de los republicanos, la ofensiva puritana del movimiento me too quizá le otorgue la reelección a Trump. Esto debería provocar una fuerte sacudida entre las fuerzas de la sociedad estadunidense que luchan con más ahínco por los derechos civiles. Tras largas batallas contra la élite conservadora, esos grupos sociales han obtenido conquistas importantes en materia de igualdad entre los sexos, matrimonio gay, combate a la discriminación racial y despenalización del aborto. Pero ningún revolucionario que detente una parcela de poder está a salvo de sucumbir a las tentaciones autoritarias. Aunque los dirigentes de la izquierda yanqui se autodenominan liberales, en los hechos han traicionado el espíritu de una revolución juvenil que aborrecía la moral de las prohibiciones. Desde finales del siglo XX, caídos en la indigencia ideológica, se parapetaron en la corrección política, un catecismo persecutorio que tiende a condenar el espíritu crítico en nombre de las virtudes cívicas.  En vez de convencer al enemigo con argumentos que puedan abrirle los ojos, los paladines y las paladinas de la corrección política han preferido ejercer dentro de sus feudos (las universidades, el cine, las televisoras, la cultura underground, etc.) un poder que ya está cobrando perfiles autoritarios. Cuanto más imiten a la derecha, menos posibilidad tendrán de vencerla en las urnas. 

 



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