Un héroe con audífonos exhibe la guerra de Felipe Calderón

Ya no estoy aquí: una película alejada del chilanguismo, de la visión bucólica del ranchito, del realismo mágico y del pueblo bueno que imaginan los políticos. JOSELO RUEDA analiza la película de Netflix.

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POR JOSELO RUEDA

EMEEQUIS.­– Este caótico y desafortunado 2020 nos sorprendió gratamente en mayo con el estreno por Netflix de Ya no estoy aquí. Algunos personajes de la política mexicana seguro también se sorprendieron de aparecer en esta cinta, particularmente el expresidente Felipe Calderón, quien a lo largo de la pandemia no ha estado alejado de las principales noticias y de su Twitter, vinculado con diversos escándalos. Ahora, su sexenio es el frágil entramado de esta película, en la que presenciamos cómo se agujera el tejido social.

Con un increíble y preciso discurso de la incomunicación, de las barreras culturales, del lenguaje y de las diferencias sociales, Ya no estoy aquí se posiciona en una Torre de Babel. Podría ser arriesgada esta apuesta y acabar en una historia fallida. Sin embargo, el largometraje de Fernando Frías abarca diferentes niveles de lectura, los cuales consigue desarrollar con mucho talento.

Podríamos equiparar la propuesta sobre la incomunicación con Perdidos en Tokio (Lost in translation, Sofia Coppola, 2003), donde el tema del extranjero incomunicado por la barrera del lenguaje es el primer plano de la cinta. Pero creo que Ya no estoy aquí comparte más con la excepcional El camino del samurai (Ghost Dog: The Way of the Samurai, Jim Jarmusch, 1999). El personaje de Jarmusch, samurai afroamericano que trabaja para la mafia italiana de una ciudad gringa y mantiene todo un código ético y de honor, es también comparable con el discurso de identidad y babel idiomática de Ya no estoy aquí. Otra referencia facilona podría ser el discurso chilango del charolastra Gael con Chicuarotes (Gael García Bernal, 2019), pero esta cinta fracasa en todos los puntos donde Ya no estoy aquí acierta.

La película de Frías de la Parra abre planteando el contexto político social de México. Escuchamos a un confiado presidente Calderón prometiendo velar por la seguridad como tema central de su política. El director liga dicho discurso con la imagen de unos cristianos predicando en la calle la promesa de Cristo de cambiar tu vida y dar salvación. Acto seguido, muestra al protagonista Ulises trabajando de obrero de la construcción como inmigrante en Estados Unidos y rehusándose a usar botas para su seguridad. La desconfianza a las medidas para su bien marca un primer rompimiento del personaje con el sistema. Prefiere valerse por él mismo y por su suerte. Ni lo político ni lo divino vendrán a salvarnos.

Como telón de fondo, de lejos observamos en múltiples ocasiones la ciudad de Monterrey con su tráfico y edificios. La civilización que se encuentra allá, del otro lado. Lejana y cercana. Presente. Ominosa. Y los personajes, marginales. A las orillas de la ciudad. Donde poco a poco nos adentramos acompañados de los sonidos de las cumbias y nos unimos al baile.

Identidad. Pedir saludos al conductor del programa de radio. Mencionar el nombre de la banda y de sus compas integrantes. Lo mismo en las tocadas con los saludos del DJ. Muros graffiteados en toda la cinta. La firma, la autoproclamación. Validarse. Marcar territorio. Hacerse presente, de alguna manera inmortal, hasta que alguien lave la pinta. El nombre, el apodo. El glifo. Tirar placa (hacer la seña identificatoria con las manos). Otro graffitti. Distorsionar el lenguaje y hacerlo propio. Cambiar de nombre las cosas. Y al cambiar, hay un ocultamiento. A los demás, al mundo. Entre los “Star”, los “Terkos”, hay alianzas, códigos, ética. Como el samurai. Definirse con el pelo, con el peinado, con el color. Cambiar todo. Las kolombias como música y no como país. Pero rebajándola, haciéndola lenta y sabrosa. Pero propia. Como si se le acabara la pila. Neologismos. Anglicismos. Pochismos. Todo se vale en esta búsqueda de personalidad. La ropa. Los Converse.

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Y en medio de esa búsqueda de unicidad está Ulises. No es fortuito que se llame Ulises. Como el navegante. Como el guerrero. A cargo de los chavitos y chavitas. El más grande de los Terkos. Con 17 años. Ulises líder. Ulises como el cuidador. El guardián entre el centeno (J.D. Salinger, 1951). 

Tumbando mantas de políticos que solo así aparecen en la colonia. En pintas de bardas y en mantas. Distantes. Las noticias los hacen ver como personajes de una ficción ajena. Y los grupos de chavos se encargan de “hacerlos caer” al tirar su propaganda para imprimir su sello en el anverso. Y presumir en ella su nombre: los Terkos. Ahora sí se identifican con esa manta del político fantasma.

Transformar el baile. Mutarlo en un ejercicio solitario de posiciones gestuales. El baile libera. Y con dignidad, pues solo escucho y bailo kolombias rebajadas y solo bailo kolombias. Aunque me cueste unos chingadazos.

Mientras, en los hogares la tele transmite las imágenes de un kínder con los niños escondidos de una balacera. La maestra trata de calmarlos y los pone a cantar. La guerra allá afuera se ha hecho una realidad cotidiana del país. Y la gente lo puede ver en familia desde la comodidad de su casa, pues la violencia se ha normalizado. La guerra contra el narco sí será televisada.

Se da vida y visibilidad a los personajes marginales. A los “nacos” que escuchan cumbias. A los “provincianos”, pues en el cine toda historia que no suceda en la Ciudad de México es tratada despectivamente. Una realidad alejada del chilanguismo. Distanciada de la visión bucólica del ranchito, del realismo mágico. Del pueblo bueno que existe en el imaginario de algunos políticos. El ranchito con charro cantor se tornó de apolíneo a Dionisíaco. Ya no existe la seguridad entre el espectador y el cuadro de que lo expuesto no puede dañarle. La obra cambia y contemplamos la erupción.

La invasión colombiana permea el fondo. La invasión permanente de las décadas pasadas, donde los glorificados narcos (y sus elegías en corridos y narcoseries) invaden el norte con coca. Ya no estoy aquí muestra la otra invasión colombiana. La hermana. La que llega con música al lejano norte regio. Y más allá, pues la mujer colombiana que aparece en la película como fichera de un congal gabacho es quien le extiende la mano y le abre la puerta al Ulises Viajero. De pueblo a pueblo. Colombia y México. Sin políticos ni narcos.

Terkos en una lona, en una cartulina. La película nos recuerda del poder oscuro que empieza a armarse en el norte del país. Las intimidaciones entre grupos suben de tono y ahora aparecen armas. Muchas armas. Rápido y furioso. Se imponen, ocupando por la fuerza el territorio. De los Terkos y de México. Los cárteles empiezan a congraciarse con la gente. A acercarse. A ser el cuidador que falta. A repartir despensas. Mientras, en el fondo se ven las pintas de los políticos ausentes vandalizadas con graffitis. Los Terkos que se quedaron en Monterrey, los más pequeños, ahora suben a sus redes sociales su arsenal. Se ha ido la inocencia. Criminalizados antes por su apariencia, ahora se han unido a los grupos delincuenciales. En la guerra contra el narco se añade a la plática cotidiana el concepto de niños sicarios.

Ulises se siente perdido como inmigrante. Ya no quiere estar ahí. Con ayuda de un chemo se da valor para tirar su identidad. Se corta las largas patillas. Ahora quiere salir, volver. Escuchamos a Calderón anunciando la militarización del país. Calderón no tuvo que ponerse chemo para darse valor. Ulises, derrotado, sí. Solo para regresar a una realidad donde sus compas celebran funerales con ráfagas de pistolas. De los niños caídos. Del “saldo”. Del daño “colateral”. Su voz se transforma en raps de odio. Narcorraps.

El viaje del héroe termina con una tormenta de anarquía aproximándose. Representada por la turba tomando calles a punta de palos y piedras. Ulises observa hileras de camionetas negras. Escucha los helicópteros y las sirenas. No, Ulises no escucha el canto de las sirenas. Prefiere taponarse con sus audífonos. Hundirse en sus kolombias. Escapar. Bailar con la tormenta de fondo. El baile libera.

FICHA: Narcorraps de odio

Título: Ya no estoy aquí

Director: Fernando Frías de la Parra

Duración: 112 minutos

@CabezaFilms



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