Patrañas clericales

ENRIQUE SERNA disecciona la carta donde Benedicto XVI asegura que “la revolución cultural de los años 60, que impuso la educación sexual en las escuelas, popularizó el amor libre y despenalizó la pornografía, trastornó la libido de muchos seminaristas”.

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La admisión por parte de los Legionarios de Cristo de los numerosos abusos a niños y niñas cometidos por el sacerdote Fernando Martínez, un pupilo de Marcial Maciel a quien su congregación protegió durante décadas, deja en claro que las agresiones sexuales contra menores siguen siendo el pan nuestro de cada día en las escuelas católicas. Hasta ahora, la Iglesia no se ha dignado explicar la proliferación de sacerdotes pederastas en todas las diócesis del planeta. El único intento más o menos serio por diagnosticar las causal de esta patología es la carta de Benedicto XVI “La iglesia y el escándalo de abuso sexual”. Quien lea ese documento, a medio camino entre el alegato exculpatorio y el tratado teológico, tendrá sobradas razones para creer que los abusos a menores por parte de sacerdotes no se deben a los motivos expuestos por el Sumo Pontífice jubilado, ni cesarán en el futuro, porque sencillamente, la Iglesia se niega a reconocer el origen de sus propios males. 

Según Benedicto, la revolución cultural de los años 60, que impuso la educación sexual en las escuelas, popularizó el amor libre y despenalizó la pornografía, trastornó la libido de muchos seminaristas: “Parte de la fisonomía de esa revolución –afirma– consistió en diagnosticar la pedofilia como algo apropiado”. Esa gran oleada de libertinaje pervirtió a la siguiente generación de sacerdotes, ocasionando numerosas deserciones de los seminarios, y socavó uno de los principios rectores de la Iglesia: inculcar a los fieles una moral basada en la Sagrada Escritura. La civilización occidental dio la espalda a Dios y creyó que en materia de placeres carnales podía determinar por si sola lo bueno y lo malo. Se formaron cofradías de homosexuales en los seminarios y como el excesivo garantismo del Derecho Canónico impedía castigar los casos de pedofilia con el debido rigor, muchos curas pederastas quedaron impunes y siguieron cometiendo abusos en escuelas y seminarios.

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Retorcer argumentos no es una tarea sencilla, ni siquiera para un teólogo versado en los intríngulis de la escolástica. Tal vez por eso Benedicto tuvo que apuntalar su alegato con francas mentiras. ¿Qué gurú contracultural importante de los años 60 justificó la pedofilia o propuso despenalizarla? Ninguno de los principales teóricos de la revolución juvenil (Herbert Marcuse, Timothy Leary, Carlos Castaneda, Michel Foucault, etc.) formuló jamás semejante desatino. ¿Pretenderá quizá el ex Papa que el gran éxito de Lolita predispuso a muchos curas a la pedofilia? En otra parte de su carta, Benedicto afirma que el abuso sexual de menores sólo fue un grave problema para la Iglesia a partir de los años 80 y 90. En efecto, las denuncias menudearon a partir de entonces, pero es insostenible desprender de ahí que en décadas anteriores la pedofilia eclesiástica no existió. En la casta década de los 50, Marcial Maciel se paseaba por la España franquista con un harem de efebos seminaristas a quienes mandaba a las farmacias a comprarle morfina. Las víctimas de sus abusos no se atrevían a denunciarlo porque temían cargar un estigma si declaraban haber concedido favores sexuales a un cura.

Gracias al movimiento libertario de los años 60, que disminuyó el poder espiritual de la Iglesia, la humanidad se libró de la pesada carga culposa que inhibía los actos de valor civil cuando los temas sexuales eran tabú. De modo que aquella revuelta generacional no es culpable de haber pervertido a ningún seminarista caliente, pero sí permitió ventilar los abusos de poder cometidos en nombre de Dios. ¿Será por eso que Benedicto quisiera dar marcha atrás al reloj de la historia? ¿Extrañará la época dorada en que los clérigos asaltaban braguetas con impunidad absoluta? 

Aunque Benedicto acusa al jesuita Bruno Schüller de haber propagado en las facultades de teología el virus del relativismo moral y a los teólogos firmantes de la Declaración de Colonia (1989) de haber debilitado el magisterio eclesiástico en materia de valores éticos, su carta busca más bien achacar a la modernidad la podredumbre interna del clero. Investidos de una aureola de santidad que ningún laico tiene a su alcance, los sacerdotes pedófilos gozaban, además, el respaldo de una institución herméticamente cerrada al escrutinio público, donde las penas que se les imponían, si llegaban a ser juzgados, eran mucho más leves que las fijadas en el código penal de cualquier país. En su empeño por defender a toda costa los dogmas católicos, Benedicto no hace la menor alusión a la evidente inoperancia del celibato sacerdotal, que no es un fenómeno reciente, pues el voto de castidad jamás se ha respetado. Si la Iglesia de veras quiere librarse de pederastas, debería aceptar pragmáticamente un sabio refrán español: “la jodienda no tiene enmienda”.

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