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Acosadores y acusadoras
ENRIQUE SERNA escribe sobre el cortejo: “En las circunstancias actuales, lanzarle los canes a una compañera de trabajo es una temeridad que se puede pagar con la pérdida del empleo y la denuncia pública en internet”.
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La violación y el acoso sexual son delitos frecuentes en el mundo entero, sobre todo en países donde suelen quedar impunes porque no se respeta ninguna ley. Por lo tanto, la ira de las mujeres que claman justicia en las calles está plenamente justificada. Pero todas las revoluciones provocan daños colaterales y la feminista no es la excepción. El más nocivo es la creciente desconfianza entre hombres y mujeres, que podría desembocar o desembocó ya en una criminalización del cortejo amoroso. No siempre el varón toma la iniciativa en una conquista y de hecho, algunos donjuanes sostienen que son las propias mujeres quienes los eligen y los seducen. Pero en sectores de la sociedad más chapados a la antigua, la mujer espera todavía que el hombre la corteje, una tarea que requiere cierto grado de atrevimiento. En las circunstancias actuales, lanzarle los canes a una compañera de trabajo es una temeridad que se puede pagar con la pérdida del empleo y la denuncia pública en internet. El estigma causa más estragos que el despido, pues equivale a un veto en el mercado laboral. ¿Cuántos enamorados se atreverán a correr ese riesgo?
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En estricta justicia, sólo se puede considerar acoso la conducta de un jefe que extorsiona a una subordinada, exigiéndole favores sexuales a cambio de concederle un empleo, de mantenerla en él o de ascenderla a otro mejor pagado. Cuando el superior intenta seducir a la subordinada sin recurrir al chantaje y no toma represalias al ser rechazado, nadie puede imputarle ningún delito. Tampoco es culpable de nada cuando el romance oficinesco se vuelve una relación duradera, consentida por ambas partes. Pero las empresas y las instituciones tienen códigos de ética más estrictos que el código penal. Aunque el jefe no recurra a la extorsión, desde un punto de vista corporativo, el simple intento de conquistar a la subordinada lo convierte en acosador, pues ella puede temer que una negativa le cueste el empleo, en virtud de los valores entendidos que enturbian las relaciones humanas en países donde la gente nunca habla claro. Pero los valores entendidos, como la ironía, no siempre son descodificados correctamente por el receptor de un mensaje y esta reglamentación represiva descarta de entrada la posibilidad de una conducta noble por parte del jefe. Resulta cuando menos rigorista despedirlo y denigrarlo públicamente por haber despertado un recelo infundado.
En el caso de las empleadas que buscan ventajas al acostarse con sus jefes (las hay y las habrá siempre, pues el feminismo no puede cambiar la naturaleza humana), los valores entendidos también conspiran contra el varón. Por una mezcla de vanidad y orgullo viril, cuando un jefe conquista a una subalterna tiende a creer que la mujer sucumbió a su encanto, y como en este caso, la seducida seguramente querrá tenerlo engañado para obtener sus fines, quizá prefiera esperar que él tenga la elegancia de recompensarla con un ascenso o un aumento de sueldo, en vez de pasarle la factura por el favor sexual. Si la dama en cuestión no recibe la recompensa esperada y tiene pruebas de su amorío, puede vengarse del superior denunciándolo por acoso sexual. ¿Cuántos ingenuos Godínez habrán padecido ya un castigo desproporcionado a su falta por no adivinar las intenciones de una lagartona? Tal y como están las cosas, en el ámbito laboral del futuro habrá más conquistadoras que conquistadores, pues solo las mujeres tendrán libertad para seducir impunemente a cualquiera. El varón deberá esperar que alguna mujer de su agrado le tire un lazo, como las señoritas a disgusto de las viejas familias porfirianas.
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Para colmo, el exacerbado puritanismo del movimiento me too no sólo entenebrece las relaciones entre jefes y subordinadas. Las mujeres también pueden denunciar por acoso a un compañero de chamba que se las quiera ligar en buena lid, sin tener ningún poder sobre ellas. En ese clima de terror más vale acatar con resignación el refrán español que aconseja: “donde está la olla no metas la polla”. Fuera de las oficinas, la atmósfera de represión y condena de los apetitos carnales tampoco favorece a los seductores. En el me too del mundillo literario, algunas denunciantes pretendían tipificar como delitos las descortesías de sus galanes. Podemos tachar de patán al escritor que sacó de su departamento a las tres de la mañana a una chava con quien tuvo una aventura, porque al día siguiente iba a llegar su novia, sin darle siquiera dinero para el taxi, pero cualquier mujer libre y moderna se expone a ese tipo de percances en el terreno resbaladizo de las relaciones amorosas, donde se gana o se pierde.
Las denuncias de violaciones o acoso sexual son demasiado serias para entremezclarlas con chismes de alcoba. Criminalizar estas conductas en nombre de la corrección política puede condenarnos al onanismo generalizado.