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Vacuna contra el miedo
“Perder la vida o salvarla es algo demasiado serio para prestarle oídos al embrutecedor jaloneo entre dos bandos igualmente deplorables, que o bien intentan minimizar la catástrofe o endilgarle sus costos políticos al enemigo”, escribe ENRIQUE SERNA.
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La mejor manera de combatir al enemigo invisible que nos acecha es apartarlo de nuestra mente. Para evitar el pánico no solo debemos recluirnos en casa y evitar las aglomeraciones, sino imponerle una cuarentena a los medios de comunicación que han desatado la histeria colectiva con una cobertura sensacionalista de la pandemia, infestada de propaganda política a favor o en contra del gobierno. Esta guerra de nervios sólo favorece a quienes lucran con ella, por ejemplo, a los acaparadores que anuncian en Mercado Libre un paquete de cuarenta cubrebocas por la módica suma de 7,680 pesos. A juzgar por los graznidos de los buitres, cualquiera diría que el fin del mundo está a la vuelta de la esquina. Quizá lo esté para el grupo de alto riesgo al que pertenezco: el de los mayores de 60 años. Pero la morbosa espera de la guadaña sólo puede hacernos sufrir por partida doble. Prestar una atención obsesiva al coronavirus quizá contribuya a debilitarnos en la batalla contra la peste negra del siglo XXI. Una vez tomadas las medidas sanitarias de rigor, deberíamos precavernos también contra la sugestión enfermiza, o de lo contrario llegaremos derrotados al campo de batalla.
La vacuna más eficaz contra el miedo a una pandemia es la que Boccaccio le administró a los personajes del Decamerón, un grupo de aristócratas florentinos, tres hombres y siete mujeres, recluidos en una villa paradisiaca de Fiésole cuando la peste bubónica de mediados del siglo XIV asolaba la Toscana (paradójicamente, Italia vuelve a estar en el ojo del huracán, como si un maleficio pesara sobre los antiguos amos del mundo). Entre brindis y galanteos, las damas y los caballeros amenazados de muerte se turnan para contar una decena de historias por cabeza, la mayoría picarescas, en las que abundan los curas lujuriosos y las esposas adúlteras. La frivolidad estoica de los contertulios no niega ni minimiza la tragedia del exterior, que se puede colar por cualquier rendija, pero cuando menos los protege de la desesperación. La encerrona en Fiésole no es un simple marco narrativo: simboliza cuál es o debería ser función de la literatura cuando todo se oscurece a nuestro alrededor. Entre líneas se libra una batalla entre Eros y Thanatos, o como diría Freud, entre el principio del placer y el instinto de muerte. No hay mejor amuleto contra un peligro letal que la evocación de los goces terrenales y los jocosos lances de alcoba. El Decamerón tiene un final feliz, pues ninguno de sus narradores orales contrae la peste, pero si varios de ellos hubieran muerto, ¿habrían aprovechado mejor sus últimos días?
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La literatura no es la evasión más popular de nuestra época: las drogas, el cine, los videojuegos, las redes sociales y la televisión la superan con creces. Pero el grado de concentración requerido para leer a los clásicos de ayer y de hoy nos abisma en un reducto de serenidad y armonía semejante a la villa de Fiésole. Durante las próximas semanas, la gente que se queja de falta de tiempo para leer dispondrá del ocio necesario para hincarle el diente a los clásicos de la literatura universal que intimidan a la mayoría de la gente por su longitud y espesor. Es hora de zambullirse en Las mil y una noches, La Biblia, En busca del tiempo perdido, La historia verdadera de la conquista de la Nueva España, Fortunata y Jacinta de Pérez Galdós o el teatro completo de Shakespeare, por mencionar algunas obras maestras voluminosas que la mayoría de la gente deja arrumbadas en sus bibliotecas, o en los anaqueles de las librerías. La mayoría de los infectados sobrevivirán, y otros ni siquiera sufrirán molestias, pero si tenemos la desgracia de pertenecer al 6% de los infectados que según las estadísticas tiene las horas contadas, zambullirse en esos océanos verbales equivale a una especie de extremaunción laica. Llegó el momento de imitar a los músicos del Titanic, que siguieron tocando mientras el barco se hundía y se ahogaron de pie, sin sucumbir a las fuerzas caos.
Para transitar noblemente al otro mundo se requiere, por supuesto, abandonar las redes sociales, no sintonizar ningún noticiero radiofónico o televisivo ni abrir periódico alguno. Escapar de la alharaca fatalista, del chismorreo político, de la polémica sobre la superstición religiosa de AMLO y tapiar las puertas del mundo ficticio que hayamos elegido para exiliarnos. Perder la vida o salvarla es algo demasiado serio para prestarle oídos al embrutecedor jaloneo entre dos bandos igualmente deplorables, que o bien intentan minimizar la catástrofe o endilgarle sus costos políticos al enemigo.
¿A quién le importan los entretelones de la grilla, cuando podríamos estar sin saberlo en la antesala del más allá? En estos días de guardar, ninguna rebatiña por el poder debería perturbar nuestra conversación silenciosa con los espíritus más brillantes de todas las épocas.