Las campanas doblan por los jesuitas

La suerte de “El Chueco” la definió la propia estructura criminal a la que pertenecía, eso muestra la descomposición y la imposibilidad de procurar justicia en algunas regiones del país.

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CONFIDENTE EMEEQUIS

EMEEQUIS.– La persistencia de los jesuitas es sorprendente. Hace un año asesinaron a los sacerdotes Joaquín Mora y Javier Campos y lo recordaron al doblar campanas en iglesias de todo el país.

En la comunidad el ejercicio de la memoria es una herramienta esencial sobre una misión pastoral que, en la región tarahumara, ya se puede contabilizar en siglos. 

A ellos, a los jesuitas, nadie les puede contar del devenir de Chihuahua, porque son protagonistas de un proceso social que no ha tenido pausa, y que tan solo en el tiempo reciente se puede datar a partir de la formación de la Comisión de Solidaridad y Defensa de los Derechos Humanos (Cosyddhac), que surgió para enfrentar las arbitrariedades de las policías estatales y federales, hasta ahora, con la exigencia indeclinable de que haga justicia. 

Cosyddhac resultó, por lo demás, una de las iniciativas más relevantes de José Llaguno, obispo jesuita de la Tarahumara y personaje realmente comprometido con la búsqueda de una mejor situación para los sectores de la población más necesitados.

Una cosa es segura, sin la presencia de las misiones jesuitas, todo sería mucho peor en la sierra chihuahuense. 

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Mora y Campos murieron, el 20 de junio de 2022, en el templo de Cerocahui, cuando intentaron proteger a Pedro Palma, un guía de turistas que era perseguido por José Noriel Portillo “El Chueco”, quien los ultimó a los tres. 

El victimario estaba drogado y quería cobrarse la afrenta porque su equipo había perdido un juego de béisbol.  ¿Absurdo? Por supuesto, pero reflejo de sujetos que perdieron el sentido del límite y que controlan toda suerte de actividades ilegales, que tienen a sueldo a los policías y que, por ello, se consideran impunes. No cualquiera dispara dentro de una iglesia. 

Como suele ocurrir, por la dimensión del acontecimiento, pronto se supo que El Chueco era un pájaro de cuenta, líder de Gente Nueva, brazo armado del Cártel de Sinaloa en Urique. 

Reportes de inteligencia militar lo señalaban, desde dos años antes, como responsable del control del tráfico y la venta de drogas, así como secuestros, extorsiones, robo de piso, ejecuciones y tala clandestina. Su poder era superior al de las autoridades locales y estatales y por ello se le calificó como un objetivo prioritario. 

En los gabinetes de inteligencia se tenía un diagnóstico más que elaborado, pero esto no significó el planteamiento de estrategias eficientes y con posibilidades de éxito.

Tampoco es que fuera sencillo dar con él. Inclusive, durante el gobierno de Javier Corral se intentó, pero los operativos se frustraron por fugas en la información. 

Las autoridades estatales, luego de la muerte de Mora, Campos y Palma, ofrecieron una recompensa de 5 millones de pesos para quien diera datos fiables que llevaran a su captura. Esto nada aportó, porque es casi imposible que alguien se arriesgue ante maleantes tan poderosos y que suelen contar con una amplia red de protección. 

Ni las presiones sociales, ni la información con la que se contaba, permitieron su captura. Nueve meses después del homicidio de los jesuitas, “El Chueco” fue asesinado de un balazo en la cabeza. Los investigadores del caso también obtuvieron 14 cartuchos percutidos. 

El cuerpo lo localizaron en la sierra de Choix, en Sinaloa. Sus propios jefes ordenaron cortar por lo sano, para que la persecución no afectara sus negocios. 

José Ávila, también sacerdote jesuita y que lleva toda la vida en Chihuahua, señaló: “la justicia no se hace con las armas. Nosotros esperábamos que lo detuvieran y se hiciera un juicio con su debido proceso. La muerte de ‘El Chueco’ significa un fracaso del Estado de mexicano”. 

En efecto, es duro, pero hay que admitirlo. La suerte del sicario la definió la propia estructura criminal, muestra de la descomposición y de la imposibilidad de procurar justicia en algunas regiones del país. 

Pero hay que seguir insistiendo en que sólo la legalidad es el camino que puede amainar la podredumbre. 

Una parte del mensaje de las campanas doblando por los jesuitas es justamente ese, el de no cejar en el empeño que lleve a la construcción de una sociedad de derechos donde la seguridad ciudadana sea uno de sus soportes.

Por eso hay que recordar y tener presentes a las víctimas de la violencia en todo momento.

@jandradej

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