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El ansia de estatus
“Sólo un enfermizo afán de ostentación puede explicar que Genaro García Luna se haya comprado un penthouse de lujo en Miami cuando la DEA ya le estaba pisando los talones”, escribe ENRIQUE SERNA
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Cuando el diagnóstico de una enfermedad social está equivocado ningún medicamento puede curarla. Y cuando el médico no reconoce su error, por terquedad o soberbia, fortalece el virus que pretendía erradicar. Quizá el combate al crimen organizado adolezca de un diagnóstico erróneo sobre las verdaderas motivaciones del hampa, ya sea la que opera abiertamente al margen de la ley o la que le cubre las espaldas desde los cargos públicos. La interacción de ambas familias delictivas está a la vista de todos, como lo indica la sociedad conyugal del Chapo Guzmán con Genaro García Luna, y por lo tanto valdría la pena identificar su común denominador. AMLO atribuye la tragedia delincuencial de México a la pobreza y se ha propuesto mitigar sus estragos con programas como Jóvenes Construyendo el Futuro. Nadie puede oponerse a ninguna campaña que busque reducir la pobreza, pero ¿de verdad los narcos delinquen por necesidad, como el paria Jean Valjean, el protagonista de Los miserables, condenado a ser de por vida un prófugo de la ley por robar una hogaza de pan?
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Muchos indicios sugieren que la realidad no es tan simple. La socióloga Karina García Reyes publicó hace un par de semanas en El País las conclusiones de un estudio que realizó en varios reclusorios de México, donde entrevistó a 33 reos que ocupaban distintos puestos en la escala jerárquica del narcotráfico: jefes de plaza, sicarios, distribuidores de droga, lavadores de dinero, etc. La primera conclusión del estudio debería inquietar al gabinete de seguridad: “Los entrevistados no justifican su incorporación al narco como su única opción para sobrevivir. Reconocen que entraron al narco porque, aun cuando la economía informal les permitía sobrevivir bien y mantener a sus familias, ellos querían más”. La investigación de Karina García confirma los argumentos esgrimidos en distintos foros por Ricardo Raphael, Leonardo Curzio y Sergio Sarmiento, quienes advierten que las regiones del país con mayores índices delictivos no son las más pobres, sino las más prósperas. Es ahí donde surge la tentación de “querer más” a costa del prójimo.
En uno de sus memorables Inventarios, recogido en la antología El infinito naufragio, José Emilio Pacheco cuenta que en 1975, cuando el teórico de la comunicación Marshall Mcluhan asistió a un foro sobre medios audiovisuales organizado en Acapulco por Televisa, vaticinó nuestro actual apocalipsis delictivo al ver en las pantallas chicas de México los mismos comerciales de artículos suntuarios programados en las cadenas televisivas yanquis. Mcluhan temió desde entonces que el rencor social acumulado por millones de espectadores desencadenaría tarde o temprano una pesadilla sangrienta. La visión cotidiana de un edén inalcanzable no sólo tortura a los pobres: también a los arribistas de clase media. ¿Cuántos jóvenes nacidos en familias de modesto peculio habrán saltado a la arena política para cumplir sus fantasías de opulencia?
De lo anterior se deprende que la ambición de los criminales va mucho más allá de la mera satisfacción de necesidades básicas. Su móvil es el “ansia de estatus”, un concepto acuñado por el ensayista Alain de Botton, uno de los más agudos críticos del alpinismo social y sus consecuencias en la psicología colectiva. Más que una avidez de riqueza, el ansia de estatus es una urgente necesidad de mostrarla o de aparentarla. Sólo un enfermizo afán de ostentación puede explicar que Genaro García Luna se haya comprado un penthouse de lujo en Miami cuando la DEA ya le estaba pisando los talones. Peña Nieto fue víctima del mismo síndrome cuando aprobó que la Gaviota presumiera la Casa Blanca en el Hola!. El perfil psicológico de ambos sociópatas es idéntico al del narquillo anónimo, vestido y enjoyado como un figurín de Vogue, que subió al internet una selfie con el pie de foto: “Si me ves de Gucci o de Prada/ es porque tengo la plaza comprada”.
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El ansia de estatus no es fácil de extirpar porque sin ella se derrumbaría la Bolsa de Valores. Cuando la gente se limite a satisfacer sus necesidades reales y reduzca al mínimo las ficticias, la economía mundial tendrá que dar un giro de ciento ochenta grados. Quizá el capitalismo no desaparezca, pero los bienes culturales o los que satisfacen la gula y la libido tendrán más demanda que los suntuarios. Desprestigiar el ansia de estatus debería ser una prioridad académica en todas las escuelas, incluyendo las de niños bien. No se trata de predicar la austeridad, sino de borrar un espejismo.
La obsesión por el estatus es mucho más peligrosa y nociva que la adicción a las drogas. Para vencerla debemos combatir la perniciosa confusión entre las ambiciones inducidas y las auténticas, entre la esencia de la personalidad y su ornamento, entre el verdadero mérito y su caricatura. En México esa lucha se ha vuelto un asunto de vida o muerte.