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Néstor Ojeda, la madera del reportero
Me angustia pensar que nunca volveré a conversar con Néstor Ojeda, me consuela saber que tuvo una gran vida. Trabajamos juntos en El Nacional, La Crónica de Hoy y Milenio. La hablé el día de su cumpleaños, hace solo unos días. Estaba feliz
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CONFIDENTE EMEEQUIS
EMEEQUIS. Me angustia pensar que nunca volveré a conversar con Néstor Ojeda, me consuela saber que tuvo una gran vida, aunque rota por una muerte inoportuna y por ello inesperada.
Nuestra amistad inició a finales de los años ochenta. Éramos estudiantes en la UNAM y militábamos en el PSUM y luego en el PMS. Encendimos fogatas en la huelga del CEU y aprendimos que el frío más inclemente es el que se desata antes del amanecer.
Brindamos en un cabaré de mala muerte en Chihuahua, donde tocaba las tumbadoras un juez de paz. Nos tocó pisar el asfalto reblandecido por el calor a un lado de las dunas en Samalayuca y vimos en el horizonte la bandera de Estados Unidos desde uno de los puentes en Ciudad Juárez, durante una movilización contra las arbitrariedades policiacas y en defensa de los derechos humanos.
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Compartimos el mismo oficio, el periodismo. Trabajamos juntos en El Nacional, La Crónica de Hoy y Milenio, pero sobre todo nos acompañamos a lo largo de los años, en los buenos y en los malos momentos.
Siempre existía la posibilidad de una llamada, una consulta para normar criterio en esos momentos en que urge la claridad y cuando se requieren las explicaciones.
Sí, en eso consiste la cuerda más persistente con los amigos, en saber que están ahí para lo que se ofrezca, pero sobre todo para desbaratar certezas y colocar sobre la mesa lo temas que realmente importan.
Conocimos la noche de la Ciudad de México y concebimos proyectos que nunca se realizaron en las comidas que se prolongaban en el Salón Palacio, en Ignacio Mariscal, o en El Mirador de avenida Hidalgo. Años después trasladaríamos nuestras tertulias al Mesón del Cid, porque quedaba a unos metros de nuestro lugar de trabajo.
Fui padrino de su boda en Ensenada, Baja California, y me perdonó que tuviera que salirme de la Iglesia en plena ceremonia, porque uno de mis jefes me urgía para atender una emergencia que ahora parece del todo menor.
–Pinche compadre, ya ni la amuelas –solíamos decirnos para dejar zanjado alguno de nuestros entuertos, que, con el tiempo, llenarían varías páginas.
Recuerdo las batallas diarias con la información, los corajes, los nervios a flor de piel, esos que solo conocen los que han estado en las redacciones, esos lugares difíciles y especiales a la vez.
Néstor era de esos reporteros que todavía se formaron (nos formamos) con las máquinas Olivetti y las copias en papel carbón, cuando los diarios tenían un área de documentación, el internet no existía y donde las notas se obtenían gastando suela. Se enorgullecía, y tenía razón, en haber cubierto la campaña presidencial del ingeniero Cuauhtémoc Cárdenas en 1994, recorriendo ciudades, pueblos y rancherías en una logística inverosímil.
En El Nacional teníamos un suplemento, que hacíamos un grupo de jóvenes, el Post-900, donde Néstor fue puliendo lo que sería uno de sus talentos más refinados: la edición periodística.
Colaboramos en la obtención de un blanco móvil, una de esas notas que rompen fronteras, Leche Betty. En la investigación y redacción de esa historia participaron, también, otros dos colegas y amigos también fallecidos, Héctor Gutiérrez y Rigoberto Aranda.
Con Néstor, descubrimos a un integrante del Batallón Olimpia en la Secretaría de Seguridad del primer gobierno de izquierda en la Ciudad de México.
Pero, sobre todo, nos divertimos en esas tardes noches de los domingos en La Crónica o en Milenio, cuando la primera plana ya está decidida y dónde la calma apenas confunde las intensidades que pueden desatarse en cualquier momento.
Voy a extrañar a Néstor, por supuesto, aunque me conforta que puede constatar el paso de su propia vida. Sí, ahí estuvimos, cada quién con sus formas y sus modos.
Constamos los anhelos que se cumplieron y los que tuvieron que ser pospuesto para otro momento.
Sí, Néstor tenía la cabeza llena de planes y proyectos. Ahora sé que el más importante consistió en siempre ser amigo de sus amigos.
Tarea relevante, sobre todo si se le aprecia en todo lo que vale, que fue la que mejor realizó Néstor, porque provenía de su propia madera como persona.
La hablé el día de su cumpleaños, hace solo unos días. Estaba feliz.
Podría decir, como Joaquín Sabina, que “la vida siguió, como siguen las cosas que no tienen mucho sentido”.
@jandradej
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