“Ahí tienes que iban en un avión…”. Apuntes sobre la libertad, el humor y el odio

¿Cuál es la línea que separa la diversidad de opinión del discurso de odio? ¿A quién le toca trazarla? El episodio de Conapred y Chumel Torres debe dar paso a una discusión profunda: ¿quiénes son las voces legítimas para representar una postura o aportar elementos a un debate?

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EMEEQUIS.– Ahí tienes que iban en un avión un gringo, un alemán y un mexicano. Todos hemos oído un chiste que empieza de esta manera, y seguramente usted ahora ha recordado uno. En estos chistes, el mexicano suele no ser el más preparado, ni el más disciplinado, ni el más guapo, pero sí el más listo, o el más “maleado”, o el más “tranza”, y por eso al final “se chinga” a los otros dos. El ingenio del mexicano; el que todo lo arregla, aunque sea con un miquimáus; el mexicano que “masca chicle, baila tango”, etcétera.

Ignoro cuántos mexicanos se identifican con esa imagen, pero supongo que vista desde los estereotipos de los chistes del avión, la descripción resulta inofensiva: el gringo tiene dólares, pero es medio ingenuo; el alemán es perfeccionista, pero es insensible; usted puede seguir con la lista, que ejemplos hay muchos. ¿Alguien pensaría que quien cuenta un chiste de este tipo, está incitando al odio? ¿Describir a otros con estereotipos es una forma de violencia, o es libertad de expresión?

Llevemos el mismo chiste al ámbito nacional. Ahora los protagonistas son un regiomontano, un chilango y un yucateco, con sus respectivos estereotipos. ¿Gracioso? Bueno, digamos que los sustituimos por un indígena lacandón, un negro de la Costa Chica, y un menonita. ¿Cambia el tono del chiste? Ahora son un ciego, una persona sin brazos, y alguien con Síndrome de Down. ¿Sigue siendo gracioso? Ahora, los tres anteriores son niños. 

Todos estos ejemplos, cuando se incluyen en un chiste, usan estereotipos. ¿Cuál chiste sí contaría usted, y cuál no? ¿Dónde no lo contaría? ¿Con cuál se sentiría ofendido si lo cuenta alguien más?

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Hace cinco años, en junio de 2015, el entonces candidato Donald Trump lanzó su campaña por la candidatura del Partido Republicano a la presidencia bajando sobre una escalera eléctrica dorada de la Torre Trump en Nueva York. Ahí, frente a la prensa, dijo que los inmigrantes son un peligro para Estados Unidos y que él construiría un muro en la frontera, porque los mexicanos son todos violadores y narcotraficantes ––sí, ese estereotipo que algunas telenovelas y series de Netflix han ayudado a construir.

¿Discurso de odio o libertad de expresión? ¿O tal vez uno de esos términos intermedios como “discurso diverso”, “difamación colectiva”? 

Ya entrado el tercer año de gobierno de Trump, en agosto de 2019, un hombre anglosajón de 21 años manejó diez horas desde su pueblo en Texas hasta la ciudad de El Paso, entró con un rifle a un WalMart, y mató a 23 personas. Más tarde se sabría que empatizaba con el discurso de Trump, y que eligió ir a ese sitio porque sabía que encontraría una gran cantidad de mexicanos.

¿Discurso de odio, o libertad de expresión?

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Establecer márgenes en este tema es complicado incluso para las organizaciones internacionales. En general, las legislaciones que sancionan el discurso de odio apuntan a la vulnerabilidad de las personas contra quienes se dirige tal discurso. Esta vulnerabilidad está determinada por su grupo racial o étnico, nacionalidad, religión, sexo u orientación sexual, entre otros factores. 

Según la Convención Americana sobre Derechos Humanos, el derecho a la libertad de expresión es inalienable, con una excepción que se debe sancionar: la apología al odio nacional, racial o religioso que constituya incitaciones a la violencia o u otra acción ilegal contra cualquier persona o grupo de personas. Otro documento, el Pacto Internacional de los Derechos Civiles y Políticos, va un paso más allá: prohíbe expresiones de odio cuando constituyan una incitación a “la discriminación, la hostilidad o la violencia”. 

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En años recientes, debido en parte al crecimiento de las redes sociales, se han propiciado conversaciones entre la sociedad civil que plantean esta disyuntiva. Casos como el del excandidato del PAN a la presidencia, Ricardo Anaya, quien en 2019 fue invitado a impartir un diplomado en la UNAM, pero encontró la resistencia del alumnado que lo acusaba de corrupto, son considerados un triunfo democrático por un sector, mientras que otro lo ve como un atentado al espíritu de diversidad de la universidad pública mexicana.

Otro ejemplo del mismo año, pero en Estados Unidos. Unas semanas antes de celebrar su prestigiado festival anual, la revista The New Yorker anunció como invitado a Steve Bannon, ideólogo de ultraderecha y exestratega del presidente Trump. En unas horas, autores invitados al mismo evento cancelaron su asistencia, negándose a compartir un espacio con alguien que “normaliza el odio”. Los organizadores dieron marcha atrás y “desinvitaron” al polémico personaje. Hasta la fecha no hay acuerdo entre la opinión pública sobre si fue o no la mejor decisión.

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El episodio de Conapred y su foro sobre racismo debe dar paso a una discusión más profunda, menos escandalosa, y en la medida de lo posible menos política, que ayude a que en México empecemos a trazar algunos de estos complicados márgenes. La primera línea, desde luego, es la libertad de expresión. Si se impide a una persona participar en un evento debido a sus ideas o a su discurso, ¿estamos censurando, matando la libertad de expresión?

La segunda línea es la diversidad en el discurso público. Si no vamos a escuchar a quienes tienen opiniones diferentes confrontándolas en el mismo espacio, ¿cómo vamos a cuestionar y enriquecer nuestras propias ideas? ¿Cómo evitaremos el discurso homogéneo que caracteriza al autoritarismo? 

Pero la tercera línea es la más difusa, y la que requiere más atención. Si un organismo del Estado pretende entablar esta conversación, ¿quiénes son las voces legítimas para representar una postura o aportar elementos suficientes a un debate? No se trata de cubrir el requisito de la diversidad de discurso, sino de que quien maneja ese discurso pueda aportar ideas y argumentos a una conversación colectiva.

Los personajes citados –Anaya, Bannon–, por mucho o poco que nos agraden, han jugado un rol en la construcción de las corrientes ideológicas con las que son identificados, y tienen argumentos para sostenerlas. Muy diferente es el caso de un comediante que carece de la astucia política de quienes conocen la relación entre humor y poder, y usan el primero para cuestionar al segundo; el recurso del insulto y el pastelazo, el humor vacuo que tiene como blanco a quienes se encuentran vulnerables, poco o nada aporta a la conversación.

El discurso político, las narrativas diversas, e incluso el humor, pueden presentarse, e incluso convencer, con empatía y sin desdén; cómo lo logramos, es el reto al que nos enfrentamos ahora. Quien obtiene popularidad utilizando estereotipos para insultar y denigrar, sea esta persona un comediante, o un presidente, no es causante del discurso de odio, sino su consecuencia. Quienes los vuelven populares, les abren espacios y legitiman su discurso, tienen que pensar dos veces hasta dónde quieren llegar con el chiste del avión.

 

@EileenTruax



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