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Los últimos suspiros del Iztaccíhuatl: el cambio climático visto desde la cima
El corazón de la montaña se está apagando. El hielo negro presagia el sueño eterno de la mujer dormida, sólo un rayo podría salvarla. “Ustedes van a ser de las últimas personas que vean esto”, advierte Ariana antes de continuar su diálogo con el glaciar que, a partir de 2020, acelerará su proceso de extinción.
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Hay una mujer a la que le cayó dos veces un rayo. El primero le quitó la vida; el segundo, la trajo de vuelta. Así, la mujer que en segundos caminó directo a su muerte y regresó a la vida se convirtió en “tiempera”, una especie de meteoróloga natural que tiene la capacidad de hablar con las montañas y trabajar con el tiempo, con el clima.
La mujer, cabeza cana, pura arruga, guarda en sus vasijas agua, lluvia, granizo y viento. Echa mano de cada elemento según lo ameriten los tiempos para beneficiar la cosecha. Así ha sido siempre o bueno, así había sido siempre, pero las cosas están cambiando.
La tiempera de Amecameca, Estado de México, es vecina de Ariana Jiménez y Ari es, en definitiva, una montaña. Es fuerte, dura y bella. Es difícil calcularle la edad: si uno la ve en la calle apostaría a que no pasa de los 30, si uno la ve en la cima de una montaña, diría que tiene la misma edad que el suelo que pisa; en realidad tiene 35. Quizá porque nació, igual que su vecina, en las faldas de la tercera montaña más alta de México: la mujer blanca, Iztaccíhuatl.
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Desde que nació no ha habido día que no la mire de frente, sin embargo, esperó 25 años para subir por primera vez a la cima del volcán que simula una mujer que duerme apaciblemente mirando al cielo. Le tenía respeto. Ahora no puede nombrar el número de veces que la ha subido. “¿Preguntas cuántas en este mes?”, contesta entre risas la pedagoga que hace una década se convirtió en montañista y ahora trabaja como guía.
Con su padre, campesino, aprendió el valor de las lluvias y más tarde su vecina la tiempera le enseñaría la importancia del volcán para tener cosecha, también la razón por la que cada 3 de mayo los tiemperos de la zona y decenas de pobladores suben a ofrendarle al Iztaccihuatl lo que previamente pidió, por medio de los tiemperos, para garantizar que el agua siga fluyendo y llegue a sus casas.
Pero a decir de Ari, las ofrendas ya no son suficientes, la montaña que da vida está muriendo o más bien, “le estamos matando”. El tepeyóllotl, el corazón de la montaña, se está apagando.
Ariana en la cumbre de La mujer dormida.
SIN AGUA, SIN COSECHA
En la panza del Iztaccíhuatl cada paso suena como si alguien masticara un hielo. Cruje. Crack, crack, crack. Debajo de los crampones se ve un hielo negro, resbaloso, cada paso ahí es peligroso. En realidad, no se sabe a ciencia cierta porque esto no había ocurrido nunca, al menos no en los últimos mil millones de años, pero se cree que ese hielo se puede romper si uno le pasa encima. Nadie quiere descubrirlo.
Ari elige una zona más blanda, más espumosa, similar al hielo que se acumula durante años en el congelador de un viejo refrigerador al que le basta ser descongelado para convertirse en agua. Este hielo, el del vientre de la mujer dormida o glaciar Ayoloco, sigue ese mismo destino, es temporal: con los rayos del sol se derrite, se hace agua.
El líquido, dice la gente local, desemboca en la “Casa del agua”, el río Alcalican que se ha formado durante cientos de miles de años con el agua del deshielo del volcán Iztaccíhuatl y que alimenta a los pueblos cercanos. Todos los ríos, arroyos y manantiales de la zona se conforman de los escurrimientos de la Sierra Nevada de la que este volcán forma parte. O al menos así era hasta hace algunos años.
“Todavía nos sorprendemos de que viviendo en las faldas de un volcán nos falte el agua. Pero sabemos que así va a ser, que las cosas ya cambiaron. El calentamiento global nos está dejando sin agua y sin cosecha porque está derritiendo el glaciar”, explica Ariana.
Por eso, cada paso en la panza de la mujer que mira al cielo, duele.
“Ustedes van a ser de las últimas personas que vean esto”, dice al grupo de cinco personas. Los expertos le habían dado tres décadas más de vida a ese glaciar, pero a decir de la montañista, en máximo tres años estará extinto. Así ocurrió con el glaciar del Popocatépetl, que se perdió a raíz de la erupción de 1994 y que fue declarado extinto en 2001, y como ocurrirá con el Citlaltépetl, el Pico de Orizaba, según advierten especialistas de la UNAM.
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No es la única que lo lee así. De acuerdo con lo que dijo a La Jornada el geógrafo Sócrates Carlos Villar del departamento de Ecología y Recursos Naturales de la UNAM, el hielo que hay en el vientre del Iztaccíhuatl es de una capa muy delgada, por lo que se prevé que a partir de 2020 ya no habrá hielo más que en temporada invernal.
En noviembre de 2018 el paisaje en el Iztaccíhuatl era diferente. Para llegar al vientre de la mujer dormida se tenía que pasar por kilómetros de nieve, ahora, en su lugar, hay tierra, piedra. El suelo está seco. El glaciar era un manto blanco que quemaba las retinas si no se traían lentes de sol; ahora, en su sitio, tierra milenaria congelada, “hielo negro” le llaman, que espera convertirse en agua.
YA VIENEN LOS NUEVOS CLIMAS
Hugo Delgado Granados, director del Instituto de Geofísica de la UNAM, explica en Ciencia UNAM que los glaciares de estas tres montañas, las únicas que rebasan los 5 mil metros de altura sobre el nivel del mar en el país, aportan agua al sistema hidrológico no sólo alimentando al río que ofrece agua a los pobladores, sino alimentando al sistema de aguas subterráneas.
Si desaparece el glaciar del Iztaccíhuatl, advierte el especialista, se terminará el aporte de agua que da equilibrio en sequías y existe el riesgo de que haya nuevos climas en las cimas de las montañas, nunca antes vistos.
Jürgen Hoth, de la asociación Conservación Internacional, documentó por medio de fotografías la reducción del glaciar Ayoloco entre 2012 y 2017. Sus imágenes muestran cómo, año tras año, el hielo en el vientre el Iztaccíhuatl se va reduciendo. Como conclusión de sus excursiones escribió: “Es como visitar a un amigo en fase terminal”.
“La montaña está erosionada”, dice Ariana. “¿Se puede revertir?” No, dice tajante. “No hay forma de revertirlo, a lo mejor retrasarlo, pero a nadie le importa”. Las razones son bastas: la deforestación, el cambio de uso de suelo, el turismo no controlado, la falta de conciencia.
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En el Refugio de los 100, casi a la mitad del recorrido a la cumbre del volcán Iztaccíhuatl, un lugar donde los montañistas suelen parar, un joven pregunta en dónde está el bote de basura, quiere dejar sus botellas de plástico y las envolturas de sus alimentos. Alguien le explica que no hay, que lo que sube con él tiene que bajarlo hasta su casa.
Recientemente Ariana denunció en redes sociales que el Refugio estaba lleno de basura de personas que la habían dejado ahí. Hubo que organizar brigadas para bajar todo lo que se había quedado a 4 mil 780 metros del nivel del mar.
“Esos no son verdaderos montañistas, vienen por la foto, pero no por un contacto y un entendimiento de la naturaleza, del suelo que pisan”, explica. Ari lucha entonces por crear conciencia, la importancia de la relación ser humano-montaña y la invitación a cuidar lo que todavía queda. Pero es difícil, advierte.
Desde la cumbre, el seno de la mujer dormida, es posible ver directo al Popocatépetl que también luce sin nieve. Del otro lado el glaciar, que separa el pecho de la cabeza de la princesa azteca, puro hielo negro por el cual ya no se puede cruzar. La montaña está dejando de hablar.
“Antes con las cabañuelas, los primeros 12 días del año, uno sabía lo que vendría para cada mes y así se prevenía lo que se haría con las cosechas, ahora no hay forma de adivinar lo que viene”, dice Ari.
Mientras tanto, los tiemperos siguen haciendo lo suyo. Herederos de la cosmovisión prehispánica, sucesores de Tlálolc –a quien también le cayó un rayo– y del contacto con lo invisible, año con año hablan con la montaña, le piden que sea bondadosa y que les siga dando vida, agua. “Pero las cosas están cambiando y habremos de adaptarnos”. Al Iztaccíhuatl tendrá que caerle dos veces un rayo para revivir, quizá al resto de nosotros también.
@AleCrail